... esta mi historia
Publicado por Patricio Varsariah el jueves, febrero 21, 2013

La escritura siempre me ha salvado la vida y ahora no podía ser la excepción ya que el único momento en que no me duele nada es cuando escribo, cada uno de nosotros puede entenderse como un sujeto pasional, como dueño de una cierta capacidad para sufrir o soportar el dolor y hacerse grito, lágrima o texto; roto el umbral, solamente puede haber más y más dolor, soledad infinita. El dolor irremediablemente nos convoca a encadenarnos a otros seres y a otros órdenes extraordinarios de la vida. implica escribir en primera persona porque la narración sobre y desde cada uno de nosotros, sirve a la comprobación cotidiana de que estamos vivos porque nos podemos comunicar.
En síntesis, la vida es una lucha interminable contra la dispersión que trata de imponer el dolor, una enfermedad o la muerte. Darse cuenta de que sin el cuidado prodigado no se puede confirmar la vida para tornarse un ser en los demás y viceversa. Cierto, cada uno de nosotros es multiplicidad; cada uno de nosotros es varios. Esta mi historia y otras historias personales se parecen entre sí, tienen como eje o motivo de la narración la energía para sobreponerse al dolor, que implica la sobre posición del sujeto frente a sí mismo, creyéndose solo para emprender la tarea de reproducirse por los intersticios de la memoria, encontrarse en el presente incierto para pensar el futuro y hacer uso del habla para contárselo todo; ensimismarse, fundirse con el pasado, alcanzar y proponer un orden personal y distinto para contender con la dispersión que impone el dolor hasta volverse a encontrar con la certeza de que con él están los otros.
La experiencia del dolor acarrea ciertas vivencias prodigiosas. Cuando creía llegar al límite de lo que podía soportar, el dolor, ya continuo, en ningún momento desaparecía, aumentaba un poco más. De este círculo no había salida. Sucedió entonces el mayor de los prodigios. Ese dolor produjo la disgregación de mi persona. ¿Por cuánto tiempo? Ahí no había tiempo. Ya no había voluntad contra el dolor. No tenía esperanza alguna de que disminuyera. No era a mí a quien le dolía. Fuera de mí, regado en añicos, y fuera del tiempo, sin futuro ya que me trajera una promesa de alivio, era un solo instante dilatado, repitiéndose una y otra vez, y mi conciencia fija, absorta, en esa parte de mi cuerpo de la que emanaba una sensación tan poderosa que las otras partes ya no existían.
Todo lo que me rodeaba enmudeció. La única presencia era esta vorágine que me devoraba. Permanecí en un sofá. Me quedé ahí, hecho un ovillo, en la postura de un animal acorralado, jadeante, moribundo. No cabe duda: el dolor es el éxtasis. Parece ser que frente al dolor no queda más que el esfuerzo interior para resolver la disgregación y culminar el éxtasis. Es como una llamada de alerta con la que aparece esa imperiosa necesidad por recoger los pedazos de cada uno para reorganizar el sentido de la vida, anhelo y logro que se permite gracias al prodigio de la memoria que nos devuelve imágenes, colores, sabores y formas que amamos y a las que nos ligamos desde la infancia.
Otra imagen que me arroba es el ritual sangriento con el que iniciaba cada sesión de la quimioterapia. Una aguja descomunal me penetraba y por el interior de ese arpón, el médico deslizaba una sonda hasta el corazón. Por ahí entraban los venenos que me administraban durante cinco días. Era una fiesta de sangre derramada; era el horror puro, y era también el éxtasis.
La quimioterapia fue el paroxismo. Pasar por ese ritual sangriento una vez, otra vez, otra vez y saber de antemano lo que me esperaba... Terminaba los venenos, diez días en casa para ponerme en forma –es un decir– y ¡venga, a conquistar el mundo!, volvía al trabajo, y al cabo de dos semanas, cerraba el escritorio, cerraba la puerta de la oficina, cerraba mi vida y el mundo se cerraba. Era hora de regresar a mi agonía. La repetición de este ritual ha sido, quizá, la experiencia más fascinante que he vivido. Condujo a su clímax la disgregación de mi persona. Estados que no intentaré describir porque son indescriptibles. Desdoblamientos, doblamientos, múltiples . Vacíos, náuseas, vómitos, caídas arriba en un cielo negro que me trituraba y me engullía.
He encontrado el nombre preciso de esta vorágine: es el desorden de Dios, un desorden que nada ni nadie puede combatir. Incontables veces me fundí Yo era mi padre; yo era mi madre. En esto, justo en esto, reside mi fascinación: haberme acercado a mi morir pero sin llegar a fallecer. Para no olvidarlo, para volver a vivirlo según mi capricho y mí antojo. Ha sido igualmente fascinante esa comunión entera con ellos, haber sido ellos más de una vez en el paroxismo del dolor, haberlos encontrado en esa condición sin tiempo, sin futuro, sin promesas, en la que reina una lógica que sobrepasa la razón y la humanidad.
Otra vivencia de una comunión inigualable fue la impotencia por aliviar mi dolor durante aquellos días y aquellas noches, incrementado por ese dolor sin tregua que nos causaba su impotencia y mi impotencia. Dicho de otro modo, a pesar de que la persistencia de un dolor tiende a romper cualquier equilibrio físico, a hacer inútil cualquier previsión para evitarlo o para alejarnos de cualquier frontera emocional, siempre queda la alternativa de la identidad para protegernos, el recuento biográfico de lo que somos y la voluntad de seguir vivos.
Recuerdo haber leído una idea que ayuda a cerrar este círculo, el cuerpo es como un puente a través del cual se une el principio y el fin del sufrimiento. Es en la estructura de ese puente que se halla radicando la conciencia de pertenencia entre los demás, que alimenta el modo de acercarse a la ayuda y el consuelo, para que el dolor abandone su carácter privado y pueda comunicarse o expresarse.
La persona que padece dolor está agobiada por la fuerza del sentir que le hace reconocer el sustrato fisiológico que actúa en el mecanismo del dolor, pero a la vez, percibe con asombro, miedo o preocupación un estado emocional debilitado y, este sustrato emocional o psicológico, es útil para reconocer la experiencia, el conocimiento o las representaciones que se tienen con respecto del dolor. Se advierte entonces, que el dolor es una potencia capaz de proponer una escisión de la concienciacuerpo-objeto, pero que paradójicamente integra, de un modo complejo e impredecible, la experiencia, la perspectiva y la conducta del sujeto que padece.
El ser que sufre dolor es, principalmente, un ser histórico que ensaya con su biografía como si fuera un linajista experto. A partir de estas exploraciones es que se puede alcanzar la capacidad para actuar, hablar, contar, re-presentar y asumir la responsabilidad de sí mismo. Se puede romper el confinamiento del dolor, desmontar los mejores recuerdos y consolarnos con ellos. Ser uno con el dolor y descubrirse mutuamente: imbricación.
Hacerlo íntimamente propio e impedirle que gane más peso y presencia que la persona y, alcanzar la certeza de que podemos sentirnos más espíritu que carne, huesos o nervios. De todos modos, necesitamos ayuda si sufrimos de dolor y así, ante el ser que se duele, cada uno debe actuar con firmeza y cuidado para impedir la neutralidad afectiva y sí, en cambio, desplegar la condición humana. Es decir, poner en marcha el conjunto de las capacidades e incapacidades que hacen de los humanos seres que actúan y sufren pero que se permiten ser en uno y en los otros, seres que se comunican, actúan y significan su vida. Para ayudar al otro se necesita imaginación, intuir de algún modo cómo es ese dolor que yo no siento.
Tengo la impresión de que la historia humana se ha constituido por la experiencia universal del dolor, y que ha sido ésta, el punto de partida para evolucionar de forma crónica hacia todo aquello que nos humaniza y que nos ha hecho creer que somos seres superiores. Porque mucho más allá de las hazañas científicas, el verdadero problema del dolor se sigue centrando en las fuentes de su producción cuando éstas devienen de las relaciones humanas; ya sea desde la forma estructural de cómo se organiza la sociedad y qué papel desempeñan en ella los seres humanos, hasta las formas cotidianas, particulares, privadas e íntimas sobre cómo cada cual se arraiga en la vida: los motivos y las condiciones de realización con las que se construye como persona y ciudadano.