Quien sufre percibe el dolor como una amenaza a su existencia, no sólo a su vida, sino a su integridad como persona: cuando el dolor está fuera de control, cuando el dolor es agobiante, cuando se desconoce su causa, cuando no tiene significado o cuando es crónico... Y cada persona reacciona frente al dolor y sufre de acuerdo a sus vínculos afectivos, su rol social, sus necesidades, sus emociones, su intimidad y sus expectativas frente al futuro......

El dolor, como todo lo que es extraordinario, prescinde de cualquier regularidad, suprime o modifica las costumbres, los modos de vivir la vida; corta anhelos, humedece la casa con aromas desconocidos y enciende los gritos de la noche. Cualquier dolor está ligado a los sentidos: dolor ciego, dolor mudo, dolor sordo, invisible, que quema, arde o es vibrante. El dolor es una potencia, un imperio o una energía con capacidades generativas para producir efectos sensoriales insospechados que van desde la curiosidad hasta la autodestrucción, sobre todo, cuando logra quebrar un cuerpo o el entusiasmo por la vida y deja las raíces vulnerables y expuestas a toda inclemencia. 

Todo dolor proviene de una herida en el cuerpo o de un evento que nos hace conscientes del ser vulnerable que somos cada uno, pero no es la causa que lo produce lo que lo define, sino que es, la interpretación de él la primera razón de su existencia. Por ello, la utilidad de hablar sobre el dolor radica en la significación que de él se alcance, más allá de las definiciones o acuerdos científicos que se produzcan sobre el origen o lugar de su emergencia. 

La intensidad del dolor se asume desde el individuo, sólo él sabe lo que sufre y lo que en un momento determinado está dispuesto a tolerar,  si el corazón pudiera pensar se detendría. En esta corta frase, me parece que quiero decir al menos dos cosas: que el pensamiento es la fuente generatriz de los más grandes dolores y que un remedio ante el dolor es convertirse en texto, creo que nada es real si no lo escribo es una forma de desahogo y de alivio por eso digo que cuando empiezo a escribir el dolor tiende a desaparece. 

He puesto nombre a mi dolor y lo llamo perro me es tan fiel, y asimismo tan pernicioso y desvergonzado, tan entretenido y tan inteligente como cualquier otro perro. Puedo increparle y descargar en él mi mal humor, como otros hacen con sus perros, con sus criados o sus mujeres. 

Si el dolor es un mensaje o una señal difícilmente comunicable, es porque siempre será un misterio descifrar la vida y porque todavía no existen conocimientos infalibles sino solamente aproximaciones. Con qué código se puede interpretar el dolor o con qué parte de nosotros desciframos lo que se siente; con qué conceptos de dolor contamos para poder mirarlo o atenderle. 

No tengo duda de que el dolor desdobla, escinde, hace dudar a la conciencia sobre la unidad del ser, pero al mismo tiempo, afirma la presencia de la identidad, sus relaciones y determinaciones culturales. Nada puede definir al dolor hasta que se hace presente y él mismo pregunta desde el universo corálico del lenguaje. Es el lenguaje el medio para acercarnos a conocer lo que es el dolor. El lenguaje para interpelar desde los horizontes culturales sobre los significados y alcances del dolor; el lenguaje para aproximarnos entre sí y responder las mil preguntas que aquejan a un ser doliente que experimenta incertidumbre, asombro, confabulación, drama, especulación, miedo... 

Escribi alguna vez: me consuelo a escondidas y tengo mi infinito. 

La presencia del dolor es una constante en la existencia humana que posee múltiples cualidades. Existe, como un componente esencial de la vida en su sentido pedagógico (de enseñanza-aprendizaje, de exposición de contenidos, de demostración y de creación), ya que ha permitido el desarrollo de múltiples habilidades cognitivas, sensoriales y prácticas para atender y responder ante la angustia o la ansiedad que el dolor desencadena; aprender, desde las formas más elementales para la sobrevivencia, como el temor y la huída, hasta las formas más sublimes de la existencia humana tales como las expresiones artísticas. 

Etimológicamente, dolor significa sentir, percibir, experimentar sensaciones o impresiones; lamentar, tener por doloroso. A su vez, las palabras sentir y sensación provienen del latín sensatus y significan experiencia dotada de sentido y de juicio. De la misma raíz etimológica proviene la palabra sensato que alude a la conducta mediada por la razón una vez que se tiene claridad sobre un asunto y sus consecuencias. 

Desde una perspectiva psicosocial, dolor es sentir, es dar y es darse cuenta de que algo de la vida en el cuerpo de un ser humano se está experimentando, se deja oír; late, se estira, se rompe, se mira o se palpa. Es reconocer que se tiene la necesidad por detenerse para pensar sobre lo que ese sentir, ese dolor motiva. El dolor es un sentir primordial que vuelve la mirada primitiva sobre el cuerpo y sobre lo que cada ser es con su cuerpo; es elemento crucial en el drama de la existencia, suceso que constriñe, acontecimiento que examina la conciencia y la hace grito; es aguijón que activa el pensamiento, la palabra y la acción de padecer.

El dolor se hace de espacios preferentes para existir y para ser atendido de cierta manera. Hay espacios, donde el dolor recibe su dosis de analgesia mediante una sustancia que inactiva o limita la res-puesta que el estímulo nocivo ha producido en la fisiología corporal. Este es el espacio del sistema nervioso central, de la atención y de las soluciones médicas; es el lugar de recepción para los recursos físicos: las hierbas, las piedras, las aguas, las drogas y los medicamentos. 

Es el lugar del cuerpo-objeto como una estructura sólida, divisible, original e individual. Otra ocupación del dolor se anida en los significados de la vida y en las historias personales que le cobijan. Es el lugar de la subjetividad, de lo indivisible y culturalmente colectivo, de la conciencia humana y de la intimidad a donde el dolor llega como una pesadilla “del mal”, que corta la respiración y deja a la imaginación, el campo libre para explicar que las cosas sucedan sin arbitrio, sin necesidad de que exista un campo físico del dolor. 

Es el caso de todo dolor nacido del asombro y del recuerdo, de esos aparecidos que los ojos no ven pero que la conciencia atrae y el cerebro registra formando parte de la integridad del ser; ese cerebro que no sólo organiza los resultados de la mirada objetiva, sino que también se hace cargo de las relaciones interjectivas del ser social que lo habita. El dolor que pueden producir los recuerdos que se asocian a las pérdidas que importan: un miembro amputado que duele como si todavía estuviera formando parte del cuerpo; seres queridos, palabras, objetos, presencias, lugares, experiencias, motivos ya irrecuperables. Añoranza. 

El dolor es como otra forma de existir y pensar esa existencia, nada menos que para sobrevivir.Sin pie mi cuerpo sigue amando lo mismo y mi alma se sale al lugar que ya no ocupo, fuera de mí: no, no hay aquí símbolos, el cuerpo se acomoda a la pasión y la pasión al cuerpo que pierde sus fragmentos y continúa íntegro, sin misterios incólume. 

Contra la muerte tengo la mirada y la risa, soy dueño del abrazo de mi amigo y del latido sordo de un corazón ansioso. Contra la muerte tengo el dolor , un dolor tan real como la muerte misma y unas ganas enormes de caricias, de besos, de saber el nombre propio de un árbol que me obsede, de aspirar un perdido perfume que persigo, de oír ciertas canciones que recuerdo a fragmentos, de acariciar mi perro, de que timbre el teléfono a las seis de la mañana, de seguir este juego. 

El dolor es una herida, visible o no; es una herida que nos abre el cuerpo o la razón y nos expone al sentido de “peligro” real o potencial sobre la vida. Es un poder que se impone y produce efectos físicos y no físicos, que nos aísla y excluye de lo cotidiano, de lo que es ordinario y común, de los quehaceres que nos reproducen como cultura compartida. “Quien sufre percibe el dolor como una amenaza a su existencia, no sólo a su vida, sino a su integridad como persona: cuando el dolor está fuera de control, cuando el dolor es agobiante, cuando se desconoce su causa, cuando no tiene significado o cuando es crónico... Y cada persona reacciona frente al dolor y sufre de acuerdo a sus vínculos afectivos, su rol social, sus necesidades, sus emociones, su intimidad y sus expectativas frente al futuro. 

El dolor, como todo lo que es extraordinario, prescinde de cualquier regularidad, suprime o modifica las costumbres, los modos de vivir la vida; corta anhelos, humedece la casa con aromas desconocidos y enciende los gritos de la noche. Cualquier dolor está ligado a los sentidos: dolor ciego, dolor mudo, dolor sordo, invisible, que quema, arde o es vibrante. El dolor es una potencia, un imperio o una energía con capacidades generativas para producir efectos sensoriales insospechados que van desde la curiosidad hasta la autodestrucción, sobre todo, cuando logra quebrar un cuerpo o el entusiasmo por la vida y deja las raíces vulnerables y expuestas a toda inclemencia. 

Todo dolor proviene de una herida en el cuerpo o de un evento que nos hace conscientes del ser vulnerable que somos cada uno, pero no es la causa que lo produce lo que lo define, sino que es, la interpretación de él la primera razón de su existencia. Por ello, la utilidad de hablar sobre el dolor radica en la significación que de él se alcance, más allá de las definiciones o acuerdos científicos que se produzcan sobre el origen o lugar de su emergencia. 

La intensidad del dolor se asume desde el individuo, sólo él sabe lo que sufre y lo que en un momento determinado está dispuesto a tolerar, si el corazón pudiera pensar se detendría. En esta corta frase, me parece que intento decir al menos dos cosas: que el pensamiento es la fuente generatriz de los más grandes dolores y que un remedio ante el dolor es convertirse en texto, por eso: nada es real si no lo escribo, crear un texto en el que logre referir paso a paso mi larga y difícil relación con el dolor hasta convertirlo en el protagonista principal de mi diálogo. Concediéndole al dolor el nombre y el espacio para existir, por que cuando empiezo a escribir el dolor parece desaparecer. Sentir el dolor me permite expresar ideas y creencias acerca de él, sentir el dolor es una razón para escribir sobre lo que no se puede conocer pero que, sin embargo, se puede remitir a un orden intelectual diferente. 

La escritura siempre me ha salvado la vida y ahora no podía ser la excepción ya que el único momento en que no me duele nada es cuando escribo, cada uno de nosotros puede entenderse como un sujeto pasional, como dueño de una cierta capacidad para sufrir o soportar el dolor y hacerse grito, lágrima o texto; roto el umbral, solamente puede haber más y más dolor, soledad infinita. El dolor irremediablemente nos convoca a encadenarnos a otros seres y a otros órdenes extraordinarios de la vida. implica escribir en primera persona porque la narración sobre y desde cada uno de nosotros, sirve a la comprobación cotidiana de que estamos vivos porque nos podemos comunicar. 

En síntesis, la vida es una lucha interminable contra la dispersión que trata de imponer el dolor, una enfermedad o la muerte. Darse cuenta de que sin el cuidado prodigado no se puede confirmar la vida para tornarse un ser en los demás y viceversa. Cierto, cada uno de nosotros es multiplicidad; cada uno de nosotros es varios. Esta mi historia y otras historias personales se parecen entre sí, tienen como eje o motivo de la narración la energía para sobreponerse al dolor, que implica la sobre posición del sujeto frente a sí mismo, creyéndose solo para emprender la tarea de reproducirse por los intersticios de la memoria, encontrarse en el presente incierto para pensar el futuro y hacer uso del habla para contárselo todo; ensimismarse, fundirse con el pasado, alcanzar y proponer un orden personal y distinto para contender con la dispersión que impone el dolor hasta volverse a encontrar con la certeza de que con él están los otros. 

La experiencia del dolor acarrea ciertas vivencias prodigiosas. Cuando creía llegar al límite de lo que podía soportar, el dolor, ya continuo, en ningún momento desaparecía, aumentaba un poco más. De este círculo no había salida. Sucedió entonces el mayor de los prodigios. Ese dolor produjo la disgregación de mi persona. ¿Por cuánto tiempo? Ahí no había tiempo. Ya no había voluntad contra el dolor. No tenía esperanza alguna de que disminuyera. No era a mí a quien le dolía. Fuera de mí, regado en añicos, y fuera del tiempo, sin futuro ya que me trajera una promesa de alivio, era un solo instante dilatado, repitiéndose una y otra vez, y mi conciencia fija, absorta, en esa parte de mi cuerpo de la que emanaba una sensación tan poderosa que las otras partes ya no existían. 

Todo lo que me rodeaba enmudeció. La única presencia era esta vorágine que me devoraba. Permanecí en un sofá. Me quedé ahí, hecho un ovillo, en la postura de un animal acorralado, jadeante, moribundo. No cabe duda: el dolor es el éxtasis. Parece ser que frente al dolor no queda más que el esfuerzo interior para resolver la disgregación y culminar el éxtasis. Es como una llamada de alerta con la que aparece esa imperiosa necesidad por recoger los pedazos de cada uno para reorganizar el sentido de la vida, anhelo y logro que se permite gracias al prodigio de la memoria que nos devuelve imágenes, colores, sabores y formas que amamos y a las que nos ligamos desde la infancia. 

Otra imagen que me arroba es el ritual sangriento con el que iniciaba cada sesión de la quimioterapia. Una aguja descomunal me penetraba y por el interior de ese arpón, el médico deslizaba una sonda hasta el corazón. Por ahí entraban los venenos que me administraban durante cinco días. Era una fiesta de sangre derramada; era el horror puro, y era también el éxtasis. 

La quimioterapia fue el paroxismo. Pasar por ese ritual sangriento una vez, otra vez, otra vez y saber de antemano lo que me esperaba... Terminaba los venenos, diez días en casa para ponerme en forma –es un decir– y ¡venga, a conquistar el mundo!, volvía al trabajo,  y al cabo de dos semanas, cerraba el escritorio, cerraba la puerta de la oficina, cerraba mi vida y el mundo se cerraba. Era hora de regresar a mi agonía. La repetición de este ritual ha sido, quizá, la experiencia más fascinante que he vivido. Condujo a su clímax la disgregación de mi persona. Estados que no intentaré describir porque son indescriptibles. Desdoblamientos, doblamientos, múltiples . Vacíos, náuseas, vómitos, caídas arriba en un cielo negro que me trituraba y me engullía. 

He encontrado el nombre preciso de esta vorágine: es el desorden de Dios, un desorden que nada ni nadie puede combatir. Incontables veces me fundí  Yo era mi padre; yo era mi madre. En esto, justo en esto, reside mi fascinación: haberme acercado a mi morir pero sin llegar a fallecer. Para no olvidarlo, para volver a vivirlo según mi capricho y mí antojo. Ha sido igualmente fascinante esa comunión entera con ellos, haber sido ellos más de una vez en el paroxismo del dolor, haberlos encontrado en esa condición sin tiempo, sin futuro, sin promesas, en la que reina una lógica que sobrepasa la razón y la humanidad. 

Otra vivencia de una comunión inigualable fue la impotencia por aliviar mi dolor durante aquellos días y aquellas noches, incrementado por ese dolor sin tregua que nos causaba su impotencia y mi impotencia. Dicho de otro modo, a pesar de que la persistencia de un dolor tiende a romper cualquier equilibrio físico, a hacer inútil cualquier previsión para evitarlo o para alejarnos de cualquier frontera emocional, siempre queda la alternativa de la identidad para protegernos, el recuento biográfico de lo que somos y la voluntad de seguir vivos. 

Recuerdo haber leído una idea que ayuda a cerrar este círculo, el cuerpo es como un puente a través del cual se une el principio y el fin del sufrimiento. Es en la estructura de ese puente que se halla radicando la conciencia de pertenencia entre los demás, que alimenta el modo de acercarse a la ayuda y el consuelo, para que el dolor abandone su carácter privado y pueda comunicarse o expresarse. 

La persona que padece dolor está agobiada por la fuerza del sentir que le hace reconocer el sustrato fisiológico que actúa en el mecanismo del dolor, pero a la vez, percibe con asombro, miedo o preocupación un estado emocional debilitado y, este sustrato emocional o psicológico, es útil para reconocer la experiencia, el conocimiento o las representaciones que se tienen con respecto del dolor. Se advierte entonces, que el dolor es una potencia capaz de proponer una escisión de la concienciacuerpo-objeto, pero que paradójicamente integra, de un modo complejo e impredecible, la experiencia, la perspectiva y la conducta del sujeto que padece. 

El ser que sufre dolor es, principalmente, un ser histórico que ensaya con su biografía como si fuera un linajista experto. A partir de estas exploraciones es que se puede alcanzar la capacidad para actuar, hablar, contar, re-presentar y asumir la responsabilidad de sí mismo. Se puede romper el confinamiento del dolor, desmontar los mejores recuerdos y consolarnos con ellos. Ser uno con el dolor y descubrirse mutuamente: imbricación. 

Hacerlo íntimamente propio e impedirle que gane más peso y presencia que la persona y, alcanzar la certeza de que podemos sentirnos más espíritu que carne, huesos o nervios. De todos modos, necesitamos ayuda si sufrimos de dolor y así, ante el ser que se duele, cada uno debe actuar con firmeza y cuidado para impedir la neutralidad afectiva y sí, en cambio, desplegar la condición humana. Es decir, poner en marcha el conjunto de las capacidades e incapacidades que hacen de los humanos seres que actúan y sufren pero que se permiten ser en uno y en los otros, seres que se comunican, actúan y significan su vida. Para ayudar al otro se necesita imaginación, intuir de algún modo cómo es ese dolor que yo no siento. 

Tengo la impresión de que la historia humana se ha constituido por la experiencia universal del dolor, y que ha sido ésta, el punto de partida para evolucionar de forma crónica hacia todo aquello que nos humaniza y que nos ha hecho creer que somos seres superiores. Porque mucho más allá de las hazañas científicas, el verdadero problema del dolor se sigue centrando en las fuentes de su producción cuando éstas devienen de las relaciones humanas; ya sea desde la forma estructural de cómo se organiza la sociedad y qué papel desempeñan en ella los seres humanos, hasta las formas cotidianas, particulares, privadas e íntimas sobre cómo cada cual se arraiga en la vida: los motivos y las condiciones de realización con las que se construye como persona y ciudadano.