A veces miro al mundo y en especial a Colombia, y me pregunto, con una mezcla de asombro y tristeza, por qué los pueblos, en su acto supremo de libertad —el voto—, terminan entregando su destino a quienes luego los traicionan. 

¿Es ignorancia? ¿Miedo? ¿Costumbre? ¿O acaso una forma social del viejo Síndrome de Estocolmo?

No, los pueblos no aman a sus verdugos… pero sí pueden acostumbrarse a ellos.

La gente vota movida por la esperanza, esa chispa sagrada que insiste en que esta vez sí, que este candidato será distinto, que ahora sí escucharán al pueblo. La esperanza, cuando no se acompaña de memoria, puede convertirse en una puerta abierta hacia la repetición del mismo error.

A veces no se elige por convicción, sino por falta de opciones reales. Sistemas que ofrecen siempre lo mismo con otro nombre. Partidos que cambian de rostro, pero no de alma. Ciudadanos obligados a escoger el “mal menor” como quien elige la cuerda menos áspera.

Otras veces es la desinformación la que gobierna: discursos diseñados para emocionar, no para esclarecer. Campañas que manipulan miedos, resentimientos, identidades. Una política convertida en espectáculo, donde lo que importa no es la verdad sino el guion.

Y, sin embargo, hay algo más profundo todavía:

La política, como en Colombia y en muchos lugares, se ha vuelto una estructura cerrada, financiada por quienes nunca aparecen en las boletas electorales. La casta política, lejos del ciudadano, responde con más fidelidad a los aportes económicos que a los votos. Por eso gobiernan para unos pocos, aunque prometan hacerlo para todos.

¿Y el pueblo?

El pueblo resiste, se adapta, sobrevive. Pero también se cansa. Y cuando el cansancio se vuelve norma, las promesas, aunque vacías, se vuelven refugio.

No es un síndrome, es un círculo. Un círculo que solo se rompe desde la conciencia.

Cuando un ciudadano se informa, cuando pregunta, cuando exige, cuando rompe la comodidad de la indiferencia… el círculo empieza a agrietarse. La verdadera revolución —la que no derrama sangre, sino luz— comienza en la lucidez individual.

Porque los políticos no caen del cielo ni emergen de un pantano ajeno: salen del propio tejido social, de nuestra cultura cívica, de nuestras decisiones y de nuestras renuncias.

Si los pueblos pueden elegir a sus verdugos, también pueden elegir a sus constructores. Si pueden repetir errores, también pueden despertar.

Y tal vez ahí, en esa chispa de conciencia, en esa voz que busca ser luz, empiece el primer paso hacia un futuro más digno.

Al reflexionar sobre lo que se lee, se desarrolla la empatía, la creatividad y el pensamiento crítico. Es un diálogo silencioso con  uno mismo.

¡Gracias por leer!

Patricio Varsariah.