.


Construimos una economía que prospera mientras los humanos que la habitamos nos desmoronamos lentamente.

De niño, fantaseaba con la fama.
De joven, fantaseaba con la riqueza.

Pero hoy, fantaseo con algo mucho más simple: una vida que se sienta como vivir, no como sobrevivir.

Una vida donde mi valor no esté ligado a mi productividad.
Una vida donde descansar no sea visto como un pecado.
Una vida en la que no tenga que sacrificar cada aliento solo para mantenerme a flote.

Porque la verdad es sencilla:

Si sobrevivir consume todo tu tiempo, ¿en qué momento empiezas a vivir?

Con los años he comprendido que los seres humanos no fuimos creados para esta versión acelerada de la sociedad. No diseñamos nuestros corazones para cambiar la infancia por la competencia, la juventud por el estrés y la vejez por el arrepentimiento.

Fuimos creados para algo más apacible.
Fuimos hechos para la comunidad, no para la multitud.
Para cultivar alimentos, no perseguir plazos.
Para respirar aire fresco, no contaminación.
Para crear arte, no producción incesante.
Para conectar, no consumir.

Hay leyes de la naturaleza que no podemos cambiar: la gravedad, la entropía, la velocidad de la luz. Y otra más: nuestros cuerpos necesitan naturaleza. Agua limpia. Tierra limpia. Energía limpia. Aire limpio. Una biosfera viva.

Pero los sistemas que más daño causan hoy —el capitalismo, la moneda, los mercados infinitos— son invenciones humanas.

El capitalismo no es una ley natural. El aire limpio sí lo es.

Estos sistemas no son eternos ni sagrados. Nosotros los creamos. Nosotros podemos transformarlos. No tiene sentido venerar el crecimiento económico mientras el planeta que nos sostiene se derrumba.

Ese anhelo que tantos sentimos —por descansar, por ir más lento, por silencio, por tierra, por luz solar— no es debilidad. Es la naturaleza humana recordándonos el camino de regreso a casa.

El alma no quiere más dinero; quiere más vida.

Quizás el verdadero sueño nunca fue la riqueza ni la fama.
Quizás el verdadero sueño siempre fue este: un ritmo más lento, una mañana más tranquila, un pedazo de tierra, una pequeña comunidad, una vida en contacto con lo natural.
Quizás el máximo éxito sea, simplemente, recordar la vida que olvidamos vivir.

Reflexión final:

Tal vez no podamos cambiar el mundo de un día para otro, pero sí podemos cambiar la forma en que lo habitamos. Volver a elegir lo que nos hace humanos —la comunidad, la calma, la naturaleza, la presencia— es el primer paso para construir una realidad más amable. Una en la que vivir vuelva a significar algo más que sobrevivir.

¡Gracias por leer!

Patricio Varsariah.