Vivimos en la era de lo “útil” y del propósito positivo.
Publicado por Patricio Varsariah el miércoles, julio 13, 2022
No hay más propósito en este escrito que la fallida pretensión de encontrar la belleza fútil e inútil de oraciones que durante un instante me liberen de la prisión del tiempo. Y un consejo tan inútil como el texto; aprecia todo aquello fútil de tu vida, porque es allí donde probablemente se encuentre el placer y la belleza que durante tanto tiempo te ha esquivado, ya que siempre has buscado donde no deberías, en la prisión de los propósitos, y has encadenado tu frágil, corta e inútil existencia a ellos.
Desde que nacemos hasta nuestro último suspiro todo ha de servir a un propósito, todo ha de tener una utilidad. Lo fútil, lo considerado inútil, entra en la categoría del desecho social. No malgastes tu vida en futilidades, no desperdicies el tiempo, haz algo útil, conviértete en un engranaje que haga que la maquinaria social se encuentre bien engrasada. Somos como un reloj obligado a marcar las horas esclavizados a un mecanismo que ni sabemos cómo realmente es ni cómo funciona, hasta que el mecanismo se agota por el desgaste, y entonces sí, nuestra existencia se vuelve fútil y hemos de abandonarla.
No preguntamos el sentido de tanta estúpida actividad en la que nos vemos envueltos cada amanecer, porque preguntar es caer en el nihilismo, y eso parece estar prohibido, porque te convierte en cínico, anarquista, escéptico, impío o quién sabe qué improperio te adjudicarán por preguntarte qué sentido tiene tanta pasión por creer en algo, sea lo que sea, que tarde o temprano terminará por destruirte a ti, a los demás, o más probablemente a ambos. Estás obligado a hacer cosas, sean las que sean, ¿cuántas estupideces y cuántas maldades podrían haberse evitado si hubiéramos decidido que quedarnos en la cama una mañana, o en el sofá una tarde, sin hacer nada útil, era mejor que salir a comernos el mundo?
Vivimos deslumbrados por la ilusión del sentido, de creer en un propósito que nos mantiene en marcha, como el conejo del anuncio de Duracell, hasta que se nos agotan las pilas y descubrimos que no solo nos hemos quedado paralizados, sino que no existía ningún rumbo preestablecido, y que no estamos ni más lejos, ni más cerca, de ninguna mítica meta en la que nos hubieran hecho creer.
Necesitamos vivir aferrados a creencias sobre lo humano y lo divino, y defenderlas como si el mundo se acabara de no hacerlo. Renunciamos a todo antes que admitir que nuestras creencias podrían estar equivocadas, o peor, no tener sentido y ser absurdas. Hasta tal punto el absurdo que, si una verdad nos resulta insípida, y la mayoría suelen serlo, preferimos seguir instalados en la falsedad de una ilusión que alimente nuestro ego. La triste realidad es que las verdades suelen ser menos cálidas que las mentiras, y éstas nos suelen resultar mucho más útiles para mantener la ilusión de servir a un propósito, sea cual sea éste.
Solo hay una cosa que los creyentes, aplíquese cualquier religión o ideología al sustantivo, odien más que a los que creen algo aparentemente contrario, y es a los indiferentes, a los escépticos, a los desnudos de las ilusiones. Un creyente puede desear barrer de la tierra a su creyente antagonista, pero sabe que ambos se necesitan para sobrevivir, pues sin tal antagonismo su propia fe, propósito y sentido, perderían fuelle poco a poco hasta irse desvaneciendo. Las creencias, en el sentido fuerte de las mismas, necesitan otras que se les opongan. Sin embargo, ambos creyentes se pondrían de acuerdo en perseguir y eliminar definitivamente de la faz de la tierra al equidistante entre ambos, aquél que ha decidido renunciar a creer.
Lo curioso de la existencia, es que los momentos de dicha que recordaremos en nuestro adiós, o que la gente que nos quiere recordará cuando hayamos dejado este planeta, son los más fútiles, aquellos que carecen de propósito o sentido. Una sonrisa a destiempo, una lluvia inesperada que nos alcanzó en un día especialmente feliz, una comida sencilla que nos abrumó por la calidez inesperada de la compañía con la que la disfrutamos, y tantos recuerdos que son inútiles, y son más cálidos que cualquier propósito que hayamos perseguido con anhelo por su presunta utilidad.
La realidad es que no hay un destino que tengamos que cumplir, no hay papeles predestinados que hayamos de interpretar, no hay un guion al que debamos ser fieles. No hay mayor ilusa ilusión que aquella que te asegura que tienes una hoja de ruta, como les gusta decir a los gurús posmodernos, que hará que te sientas completo si la cumples. Nada te hará más feliz que los momentos fútiles de tu vida, y solo basta una honesta retrospectiva para darte cuenta de ello.
La vida no es posible más que por las deficiencias de nuestra imaginación y de nuestra memoria. Solo el fútil presente, al que apenas prestamos atención dominados por lo que fue, o lo que será, es real, porque el pasado lo reconstruimos, dotando de un propósito y utilidad a cosas que no la tuvieron en absoluto, mientras mantenemos la ilusa mecha del propósito de un futuro por llegar. Negarnos a salir del presente, desencadenarlo de la cadena de propósitos del pasado y del futuro es la única y fútil solución del honesto desengañado, pero rara vez encontramos el valor para aceptar su validez.
La lucidez del desengaño de algo en lo que creías, fuera un amor, un afecto, una idea, una creencia, un iluso recuerdo que nunca se repetirá o un millón de cristales rotos más de las ilusiones pasadas, es la amarga e inútil, pero efectiva pastilla, que te mantiene despierto en un mundo de sonámbulos. Es una elección.
Somos criaturas temporales y es esta tiránica dimensión, su vivencia, la que nos obliga al propósito. Como el mal es inseparable del acto, resulta que nuestras empresas se dirigen necesariamente contra algo o contra alguien; en último límite contra nosotros mismos, porque en la tentación de existir respecto a todo propósito de la voluntad de crear un sentido, algo útil: no hay obra que no se vuelva contra su autor: el poema aplastará al poeta, el sistema al filósofo, el acontecimiento al hombre de acción. Se destruye cualquiera que, respondiendo a su vocación y cumpliéndola, se agita en el interior de la historia: solo se salva quien sacrifica dones y talentos para, liberado de la condición de hombre, y poder regodearse en el ser.
Gracias por tu generosidad y la paciencia de leerme, espero que hayas encontrado algo útil y si deseas puedes compartirlo ya que el saber aumenta si se comparte.
Patricion Varsariah.
www.patriciovarsariah.com