Hoy quiero escribir sobre una frase que escuche en una conversación de compañeros de trabajo que me pareció muy interesante, esa frase fue : "Si no estás conectado no estás en el mundo". Ya que las creencias organizan los mundos en los que habitamos, para muchas personas la idea de mantenerse conectadas todo el día les crea la ilusión de que forman parte activa de la sociedad en la que viven. Acaban convencidas de la fuerza de sus opiniones, de su capacidad influyente, del interés que despiertan en los demás aunque sea para que hablen mal de ellas. Hay mucho de narcisismo en una cultura que presume de “colgar en la Red” toda su vida (fotos, opiniones, símbolos, gustos y prejuicios). Es la forma que ha encontrado la posmodernidad de recrear el sentimiento de pertenencia. O te ven o no eres nadie. ¿A quién le interesa que nos lo creamos?

Cada alma es y se convierte en lo que contempla. Cuando uno se pasa el día chateando, respondiendo al minuto ante todo lo que pasa, o bien es su trabajo, o bien ha quedado atrapado en la red, nunca mejor dicho. Quizás la idea de estar todo el día conectados esconde una dificultad mayor: llenarse de algo que no existe. Es solo un espejismo pasajero. Como el adicto, se necesita huir del propio vacío, o dolor, o tristeza, para abrazar lo que sucede allí, en un mundo aparente, donde no paran de ocurrir cosas que, en realidad, les pasan a los demás. No cabe duda de que la comunicación interpersonal se ha visto alterada por la obligación de la conectividad. Aparecen hoy múltiples formas de conflictos entre parejas, padres e hijos o colegas de trabajo. No solo por cuestiones de malos entendidos y presuposiciones sobre los mensajes, sino por las exigencias que se atribuyen a la conectividad: hay que estar siempre disponible. Por ahí se cuela un conflicto, de nuevo, entre la libertad y la necesidad.

La confianza hoy no se basa en la sinceridad, sino en la pruebas. Las ingeniosas aplicaciones de los móviles tienen una contrapartida controladora que nos puede convertir en policías del otro. ¿Cómo es que estabas conectado y no me contestaste? Me consta que recibiste el mensaje, ¿dónde estabas? ¡Muéstrame la conversación si es verdad que no tienes nada que ocultar! ¿De quién son esas fotos? Esta sensación más habitual de estar desbordados, sometidos a un torrente de estímulos que requieren nuestra perpetua atención. La obligación de estar conectados invade todos los ámbitos de la sociedad y convierte la cotidianidad en un asunto extenuante.

Los móviles, los chats, los mensajes son hoy fuente de sospecha. No nos fiamos de la persona, sino del instrumento, como si fuera la máquina de la verdad. Hay gente que confiesa haber hecho lo inimaginable: meterse en la cuenta de Internet de su pareja; hurgar las conversaciones del móvil; consultar el historial de páginas y lugares que visita... No tener el móvil a la vista o cerrar con contraseña el ordenador son fuente de angustia y de propósitos perversos. No pueden ser entendidos como actos de libertad o autonomía. Son evidencias que someten la relación a consideración.

Es una auténtica incomodidad relacionar la privacidad con el engaño. Dicho de otro modo, si alguien engaña no será por culpa de los instrumentos. En cambio, su uso como pruebas permanentes de sinceridad y de lealtad se convierten en un ataque a la parcela personal y un control desmedido al espacio relacional. La exigencia de transparencia puede convertirse en una necesidad peligrosa. Hay que aprender a ser libremente responsables y resolver, si los hay, los problemas de fondo de toda relación.

Una de las características más llamativas de la vida en conectividad es su capacidad de romper las barreras del tiempo. Hoy vivimos a destiempo, aunque se imponen la inmediatez y el entretiempo. En el caso de la inmediatez hay que hablar ya de una auténtica obsesión por permanecer conectados y activos, hasta el extremo de conducir mandando mensajes. Nos jugamos la vida por no tener paciencia, por creer que estamos obligados a responder de inmediato, porque hemos acelerado tanto la existencia que ya nos olvidamos de vivir. Cuenta solo el instante. Cuenta hacer la foto más que vivir la experiencia. Tiene prisa el que manda el mensaje y tiene prisa el que lo espera.

Por otro lado, sería interesante comprobar las horas que pasamos conectados. No importa el contenido, sino su entretenimiento. No hay espacio para más mientras estamos en ese entretiempo en el que, en realidad, no sucede absolutamente nada. Porque lo importante está dicho con pocas palabras. Porque lo que realmente importa ocurre. El resto es mera distracción. Al final tal vez sería bueno empezar a desconectar o, al menos, reducir los momentos y la necesidad de mantenerse enchufados. De hecho, cada día aparecen más personas que proclaman su baja en las redes. Lo viven como una liberación, como quien se aligera de una pesada carga, de una obligación.

Es necesario recuperar el propio ritmo, ser coherentes con nuestra manera de estar y vivir la vida. No hay que acelerarse; no hay que atender todas las demandas, no hay que saberlo todo, ni estar al día de cualquier cosa que suceda. Hay que rechazar las comunicaciones innecesarias y poner la atención en lo que realmente tiene valor. Hay que aislarse de tantos estímulos y de tanto ruido comunicativo. Hay que encontrar tiempo para uno mismo, para las relaciones reales, e incluso para no hacer nada, para simplemente contemplar. Existe un gran aliado: el silencio. Y existe una estrategia: la felicidad de estar ilocalizable.

La última paradoja es la siguiente: los aparatos que nos conectan posibilitan también la desconexión. Así, no es la tecnología la culpable de nuestros males, sino la actitud que tenemos ante ella. Enredarse es una decisión. Apropiarse del tiempo y del espacio, una liberación.