Siempre he pensado que absolutamente todos merecemos a alguien que piense que tuvo suerte al conocernos. Merecemos un amor que te quiera a tiempo completo y que, completamente, te complemente. Que en momentos de desencuentro sea más grande el amor que el enfado, y que crea que el mayor gesto de perdón sea una reconciliación entre tus brazos. Merecemos una persona que te acepte en todos tus tiempos verbales: pasado aceptado, presente perfecto y futuro incondicional. Y que te bese la espalda para curar cada marca que otras personas fueron dejando como si de un mapa de cicatrices se tratara. Que sea generosa generoso y te bese cada herida. Siempre con un beso de regalo para que cicatrice mejor.

Merecemos un amor que cuando le mires a los ojos comprendas que a su lado eres capaz de todo. Que sientas que tus defectos son hasta bonitos cuando ella o él los acaricia con su comprensión. Y que se forme un puzle perfecto cuando jugáis con vuestras imperfecciones, las ponéis encima de la mesa junto con el corazón… y disfrutáis de barra libre de aceptación. Merecemos a alguien que haga que seas tres personas: tú mismo, tu mejor versión y las ganas de ser mejor aún a su lado. Una persona que te haga feliz, libre y auténtico. Un compañero o compañera en todo momento, mano a mano, codo con codo, y corazón con corazón. Siempre, con sentido del amor y del humor en cada latido.

Merecemos un amor que sea punto de inflexión en tu vida. Que cuando tropieces sea punto de apoyo; cuando te duela la vida sea punto de sutura; y cuando lo veas todo negro sea punto cardinal señalando al norte en tu cielo. Merecemos un amor que, cuando lo necesites, también te ponga los puntos sobre las íes y que, al final del día, verle sonreír sea tu mayor punto débil. Merecemos un amor que no tenga punto de comparación: que arrase con parte del pasado y te regale primeras veces como punto de partida cada día.

Merecemos una persona que cuide, respete y valore: a sí mismo, a ti y a vuestro vínculo. A ratos en ese orden; en otros, a la inversa. Merecemos un amor que sea amigo con el que poder reír, soñar, jugar, viajar y hacer tangible lo sencillo. Una persona con la que llorar de emoción, de alegría y de tristeza. Que abrace tus miedos, de alas a tus sueños y celebre cada paso hacia adelante o hacia atrás para coger impulso. Un amor cómplice: dentro y fuera de casa, a medio centímetro de tu boca y a kilómetros de distancia, y con idioma propio de miradas y gestos únicos. Una persona con la que querer y poder hablar de todo, con palabras y en silencio, disfrutando de cada conversación en la que te acaricie con su voz… o con el lenguaje particular de sus manos.

Tal vez no sepa dónde ir. Pero si pudiera una mañana abrir los ojos y ver los tuyos, sabría dónde quedarme. Merecemos un amor que, libremente, elija tu compañía donde sentirse libre, y tu abrazo como el lugar más bonito donde poder ser, estar y vivir, una persona que tenga las cosas claras, que te tenga clara y que te quiera desde todas tus posturas, sin postureos. Con el corazón, sin corazas. Que crea que eres excepcional y la excepción a sus ojos, regalándote una vida plena, no plana. Sin condiciones, contrato, ni letra pequeña. Porque todos merecemos un corazón a-u-t-é-n-t-i-c-o. Y es que, cuando aprendí que ‘coraje’ significaba ‘echar el corazón por delante’, entendí que el amor era eso: Un acto de coraje. Y que, por encima de todo, todos merecemos a una persona que eche su corazón por delante, con valentía, junto al nuestro.

Patricio Varsariah