Atrapados y confundidos entre la costumbre, lo correcto, que nuestras sociedades convierten en ley casi divina, y la necesidad de ejercer el libre albedrío, la libertad para elegir seguir tus pasiones, tus deseos, nuestra vida no deja de convertirse en uno de esos dramas que nunca parecen pasar de moda, se viva en la época que se viva. 

Cierto, que algo hemos avanzado históricamente en tolerancia, aunque depende, y mucho, de la zona geopolítica en la que hayas tenido la suerte de nacer. Desde que nacemos nos enseñan a controlar nuestras pasiones, en el mejor de los casos, en el peor, a obligarlas a desaparecer, como si fueran esos vecinos molestos que siempre se ponen a hacer obras a las ocho de la mañana en tu día de descanso. 

Pero, al igual que esos vecinos, cuyas obras volverán tarde o temprano, esas pasiones siempre van a hacer ruido en el fondo de tu mente, y aprisionarlas, sin encontrar espacios para liberarlas, para moldearlas, que no destruirlas, suele terminar por convertirlas en la peor de tus pesadillas, más aún que los dichosos vecinos.

No todo impulso es sano, no toda pasión es fuente de vida. Algunas pasiones nos enferman en lugar de liberarnos, pero confundir aquello que forma parte de la naturaleza humana, en su infinita pluralidad y libertad, con la pieza del puzle humano que sobra y hay que eliminar, es tan destructivo como no aprender a querernos tal y como somos; libres e imperfectos, como esas pasiones y esos impulsos que forman parte de nosotros. La libertad, en tanto facultad para elegir un comportamiento en lugar de otro, un futuro en lugar de otro, es tal, si en verdad uno es plenamente consciente de lo que hay en juego, si puede comparar opciones, calcular, y elegir que quiere ser.

La intolerancia se manifiesta de manera muy curiosa en el odio a lo diferente que impregna la naturaleza humana. Un cristiano fundamentalista, o bajando el listón, cierto tipo de conservador demócrata, critica con razón el maltrato y el desprecio a la mujer, que se produce en algunos países que practican el islam, sin embargo, se declararan escandalizados porque una pareja de lesbianas, o de homosexuales, puedan mostrar su amor y su cariño en público. Una cosa es permitirles que en su casa hagan lo que quieran, otra diferente que ofendan a los demás con sus muestras de cariño, así de cretinos se muestran en sus argumentos. Esa estúpida paradoja y ese pensamiento tan troglodita se da más veces de las que creemos en nuestras demócratas y tolerantes sociedades, donde lo que no es mayoritario, lo que es diferente, nos ofende. 

La tolerancia es una virtud difícil; nuestro primer impulso, y aun el segundo, es odiar a todos los que no piensan como nosotros.

Y ahí parece estar la clave de la cuestión; la rapidez con la que nos ofenden los que no tienen nuestra religión, o los que la tienen, pero en una versión ligeramente diferente. Qué velozmente nos irritan los que no son de nuestro credo político, o lo son, pero en una versión ligeramente diferente. Qué fácilmente nos ofenden los que viven la sexualidad de una manera diferente, o de la misma, pero ligeramente diferente. 

Con qué ligereza nos ofenden los que no tienen el mismo sentido del humor que nosotros, o lo tienen, pero ligeramente diferente. Qué raudos somos en sentirnos ofendidos por los que no visten como nosotros, o lo hacen, pero de una manera ligeramente diferente. Todos somos demócratas, todos somos tolerantes, todos luchamos contra el fanatismo, pero qué fácilmente nos ofende todo lo que hacen los demás, que es diferente, o ligeramente diferente, a nuestros gustos, creencias, sentimientos, pasiones, o siendo sinceros, estúpidos prejuicios que dependen de en qué época has nacido, dónde te has criado y qué valores te han enseñado. 

Goza y haz gozar, sin dañarte a ti, o a los demás. A esto, se reduce, creo yo, toda la moral.

No ser consciente de lo peligroso que es juzgar los comportamientos de los demás en base a costumbres, que son eso, costumbres, basadas o no, en interpretaciones de una religión, es la fuente de muchos de los males que aquejan a nuestras sociedades. Desde luego, son culpables las fundamentalistas e intolerantes por su naturaleza política y religiosa, pero sucede con demasiada frecuencia en las sociedades plurales, abiertas y democráticas, que se enorgullecen de ello, y, sin embargo, demasiadas veces saltan las costuras de esos principios. 

Un ejemplo más complicado, y más difícil de asumir, y lo están viendo estos días de pesadumbre por el atentado terrorista  en el que  al menos nueve militares murieron en un ataque a un pelotón del Ejército en la región del Catatumbo, en el departamento de Norte de Santander, Colombia, país, tan sacudido durante décadas por barbaries terroristas sin sentido, se etiqueten como se etiqueten; es cuando esos principios de libertad y tolerancia se ponen a prueba por fanáticos asesinos, que no solo pretenden inundarlos de dolor, con su salvajismo y desprecio a la vida humana, sino que lo que pretenden es poner a prueba esos valores que os definen como colectivo, como sociedad, como personas; libertad, pluralidad, respeto, dignidad. 

Buscan no tanto hacer daño, como despertar vuestra rabia, volver lo racional en irracional, lo tolerante en intolerante; en el fondo, lo más triste es no darse cuenta que quieren que sean como ellos.

Razones para la ira, las hay, cómo no va a haberlas. Nadie que tenga un mínimo de empatía, nadie a quien le quede una pizca de humanidad no puede sino estremecerse, y sentir dolor, impotencia, rabia. Pero, esos sentimientos, por fuertes que sean, no pueden dejar que se abran paso ante otros sentimientos, y ante otros valores, que son los que deben definirlos como personas y como sociedad. Porque lo triste, de dejarse llevar por esa rabia, esa ira, además de convertirlos en aquello que rechazan, es que si dejan que la violencia que corona esos sentimientos se desborde, al final, no le importa quién sea la victima de esa violencia, lo que busca es alguien a quien culpar y castigar, sin importar que sea justo o no. 

La violencia insatisfecha busca y acaba siempre por encontrar una víctima de recambio. Sustituye de repente la criatura que excitaba su furor por otra que carece de todo título especial para atraer las iras del violento, salvo el hecho de que es vulnerable y está al alcance de su mano. ¿Van la gran mayoría de ciudadanos a permitir que les conviertan en lo que ellos son? O van a plantar cara, orgullosos de blandir la principal arma que tienen, la tolerancia, que acompaña a vuestra libertad, respondiendo con lo que sí que les define y son. Y esa batalla no la pueden perder o, pase lo que pase, habrán ganado.

La tolerancia es una virtud difícil; nuestro primer impulso, y aun el segundo, es odiar a todos los que no piensan o actúan como nosotros.

Saludos.
Patricio Varsariah.