Hoy quiero escribir sobre una actitud muy humana, incluso es comprensible, pero es agotadora y asfixiante y es quejarse. Con las quejas, se atrae la atención de los demás; se consigue ayuda externa y se justifica el mal comportamiento. Las quejas permiten disfrazar nuestra propia culpa y anestesian nuestra voluntad, lo cual nos ayuda a exigirnos cada vez menos viviendo así de manera cómoda y epidérmica.

Las quejas son uno de los principales obstáculos que impiden al ser humano evolucionar y ser feliz. Imagínate un mundo (o sencillamente, imagínate tu hogar) donde las quejas fueran peticiones y los problemas se convirtieran en desafíos. En ese mundo no existirían frustraciones porque no conseguir algo no sería un fracaso sino un reto para perseverar hasta conseguirlo. 

Cuando te quejas (¡tantas y tantas veces!) de que tus hijos se quejan, ya te estás quejando. Y con tus quejas, reproduces en un círculo vicioso la dinámica de las quejas. ¿Empiezan ellos o tú? ¿Te has parado a pensar cuantiosísimas veces al día te quejas de algo?

Nos quejamos del mal tiempo, de lo caro que está el pescado, de el jefe, de lo que ponen en la tele, de lo mal que funciona el coche, de lo mal que he dormido esa noche, de lo solo que te sientes, de la falta de tiempo. Nos quejas de los hijos porque no estudian, no hacen los deberes, no se limpian los dientes, se olvidan las mochilas, se pelean entre ellos, te faltan al respeto.

No te das cuenta pero, sin ser consciente, nos pasamos el día quejándonos. Es una actitud muy humana, incluso es comprensible, pero es agotadora y asfixiante. Y si hiciéramos un acto de reflexión, nos daríamos cuenta de que en muchas ocasiones, pertenecemos a este grupo. Claro que la vida es difícil pero. ¿qué ganamos con quejarnos?
   
La actitud hacía los problemas debe ser de desafío, de superación y optimismo. Si tenemos un problema, reaccionemos y busquemos una solución. Y si no puedes cambiarlo, acéptalo y que te sirva de lección para el futuro. ¡Deja de quejarte, por favor! Durante el próximo mes, ponte este objetivo: identificar tus quejas para disminuirlas poco a poco. Para ayudarte, lleva una pulsera, un anillo, una moneda en el bolsillo (cualquier pequeño objeto que puedas llevar siempre encima) y, cada vez que te quejes, cámbiatela de lado. Esto te ayudará a estar pendiente de tus palabras y a identificar tus quejas.

Cuantos menos cambios, menos quejas. Y si no podemos dejar de quejarnos, seleccionemos bien las quejas que salen de la boca para que éstas sean las menos posibles y las más importantes. Poco a poco se eliminarán de la vida aquellas quejas inconscientes que agrian el carácter y la de los que están alrededor. Porque, lo quieras o no, una persona que se queja a menudo no es una compañía agradable.
   
 No te quejes que siempre puede ser peor. Algunos de nuestros hijos han crecido con la costumbre de quejarse por todo: de lo que tienen, de lo que no tienen, de sus obligaciones, de la comida o de la ropa. Y se quejan, en muchas ocasiones, porque tienen demasiados privilegios, privilegios que ellos entienden como derechos.Ni siquiera ellos mismos se dan cuenta de que se quejan. Están tan acostumbrados que ya es un hábito inconsciente.

Se quejan porque no piden o solicitan las cosas sino que las exigen, porque primero piensan en ellos y luego en los demás. Y sobre todo porque (lo queramos reconocer o no) no hemos sabido atajar esta conducta desde pequeños y, en muchas ocasiones, hasta las hemos fomentado rodeándolos de demasiadas comodidades materiales y sobreprotección. Ni decir tiene que nuestro propio ejemplo a menudo no es muy enriquecedor en este sentido.
   
¿Qué hacer? Bueno te cuento lo que hacia mi padre, nos daba motivos para quejarnos. Si me quejaba por limpiar mis zapatos, me decía que limpie los de toda la familia. Si me quejaba de que no me gustaba la cena, no me dejaba comer nada (no sufras, tu hijo está muy bien alimentado y no pasará nada si no cena esa noche; la lección merece la pena. Aprendí que las coles de Bruselas o los guisantes pueden convertirse en un gran privilegio).Si me quejaba de que solo me ha puesto medio vaso de limonada, me ordenaba beber la mitad de esa limonada.

Entonces con el tiempo me di cuenta de que antes tenía mucha suerte por tener medio vaso. Ahora solo tenia la mitad de su mitad. De esta manera consiguió dos cosas: que sea consciente de que me estoy quejando (muchas veces ni me daba cuenta ya que formaba parte de mi estilo comunicativo) y de que me percate de que mi queja era gratuita e injustificada y que, de hecho, la situación previa se podía considerar un privilegio.

El secreto para que sea efectivo este consejo es tu actitud. Cuando le corrijas y le des motivos para quejarse, no lo hagas con ironía o a modo de castigo (error: ¡Pues si te quejas por esto, ahora verás!). Ponte serio y, con cariño y decisión, dile cuando se queje: Solo te he pedido que recojas tus platos, algo que es tu obligación y que esperaba cumplieras sin quejas; ahora quiero que recojas los platos del resto de la familia, además de los tuyos, por favor. Quiero que te des cuenta que antes no tenías ningún motivo para quejarte. Ahora sí puedo entender tus quejas.

Feliz fin de semana.

Patricio Varsariah.