Mientras más tenemos más queremos.
Publicado por Patricio Varsariah el martes, abril 5, 2022
La infelicidad es ese estado depresivo que nos alcanza cuando perdemos una felicidad que en numerosas ocasiones ni siquiera éramos conscientes de tener. Suele suceder que las cosas más valiosas solo las apreciamos cuando nos vemos privados de ellas; la amistad, el amor, el compañerismo, la salud o la paz, la mayoría de ellas difícilmente asociables a los excesos consumistas.
Destruimos todas estas obsoletas virtudes en nuestro tiempo de vida por nuestro afán acaparador. Perdemos de vista que no se trata de acaparar lo que no se puede atesorar, como si fuera algo imperecedero, para luego disfrutar de dichas virtudes a conveniencia. La felicidad en tanto la definimos por todas esas virtudes: amistad, amor, paz, salud, solo es posible vivirla en tiempo presente, los tiempos pretéritos son nostalgia, los tiempos que hayan de venir son anhelos.
La felicidad es una cosa que se vive y se siente, y no una cosa que se razona y se define, no por ello hemos de rehuir el reto de tratar de detallar las causas de la felicidad y sus circunstancias, en especial, en lo referido a confundir felicidad con riqueza.
Recurriremos a ese extraño antagonismo que llamamos infelicidad para ayudarnos a desvelar los misterios de su contraparte.
La búsqueda de la felicidad nos define en tanto delimita nuestros valores vitales y morales. Si hiciéramos una encuesta acerca de si el dinero nos da felicidad, con la boca chica lo negaríamos, pero probablemente en nuestro interior todos creeríamos que sí. Sin embargo, pruebas tenemos de sobra acerca de numerosa gente que posee dinero como “castigo”, y sin embargo es infeliz.
Al ver noticias acerca de gente rica y famosa, las envidiamos por sus circunstancias, lujos, dinero, exuberancia y demás aspectos de esa felicidad artificial con la que tanto nos tientan. Aparentemente tienen todo aquello que creemos nos llenaría de felicidad. A pesar de negarlo, siempre terminamos por pensar que la felicidad es un bien que se puede comprar. Luego, nos sorprendemos al ver cómo estas personas, más afortunadas en lo económico, pero no necesariamente más felices, tienen depresión, lo pasan mal, o se encuentran tan perdidos que confunden felicidad con placeres banales y pasajeros pagando un alto precio en el camino.
Destruyen, más que construyen, las virtudes que podrían proporcionarles el epicúreo sosiego necesario para ser felices. ¿Por qué sucede esto? ¿Cómo es posible ser infeliz si estamos a rebosar de bienes materiales?
Lo primero que tendría que aclarar, siguiendo las reflexiones aristotélicas, es que aunque por los motivos que voy a enumerar lo material no da la felicidad, la total o parcial ausencia de recursos vitales sí que nos agua la fiesta. Ser pobre o andar cerca de serlo impide o entorpece que podamos ser felices, la búsqueda de la sabiduría teorética, convertirse en sabio, máximo fin del ser humano, nos produce felicidad, pero si no tienes nada que llevarte a la boca, ni un refugio frente a las intemperancias del tiempo, si te ves asolado por circunstancias hostiles, o careces de salud, por mucha sabiduría en la que desees perderte felizmente, poco podrás hacer, ya que lo acuciante, seguir vivo dignamente, evita que alcances lo importante, ser feliz.
Una vez clarificado este punto esencial, aquí viene la pregunta: ¿por qué la acumulación de bienes materiales no nos llena de felicidad?
Nos llena de placer, o puede hacerlo, sin duda. Momentáneos y pasajeros pero placer al fin y al cabo. Pero el placer dista mucho en tanto deseo satisfecho de convertirse en felicidad. No es incompatible, pero no es causa suficiente. El primer motivo por el que la acumulación de bienes no es causa efectiva de felicidad es porque mientras más tenemos más queremos.
En numerosas ocasiones he comentado las trampas del consumismo moderno; no basta tener un IPhone estupendo, hemos de tener el último modelo. No basta tener un buen coche, hemos de tener uno aún mejor. No basta tener 10 pantalones si podemos tener 11, y así podría continuar con casi cualquier bien de consumo no esencial. No solo eso, sino que poseer riquezas no garantiza la amistad, como tener poder no garantiza la lealtad, ni el dinero ser amado, y sin embargo son virtudes que pretendemos comprar.
Mientras repartamos regalías es probable que mucha gente te manifieste cariño, lealtad, amor o amistad incondicional, pero a pocos de ellos les importaras. Y si eres desafortunado y caes en el abismo no perderán un minuto en echarte una cuerda para ayudarte a escalar. Puedes crearte una burbuja donde todo es artificial, pero ni el amor, ni la lealtad, ni la amistad, ni la empatía, pueden conjugarse bajo ese epígrafe de la artificialidad, a no ser que se desnaturalicen tanto que dejen de ser ellas mismas.
El segundo motivo, más allá de ese fatuo deseo que nunca está satisfecho por más que poseas, es la pérdida del valor de las cosas. Un ejemplo servirá para ejemplificar: cuando éramos Jóvenes nos gustaba escuchar la música a través de los discos, nos deleitábamos con lo artístico que acompaña al envoltorio, ahora con una suscripción a un servicio de streaming tenemos miles de discos, a nuestro gusto. Evidentemente sí, pero más allá de la discusión sobre la calidad del sonido, sobre lo que un artista pueda recibir en verdad por su trabajo en esos medios, o la experiencia inmersiva que supone saborear la escucha de un disco, desde que lo sacas de la funda, admiras el arte gráfico, hasta que colocas la aguja en la calidez de sus surcos y sientes el ruido de fondo, el problema es que cuando tienes acceso ilimitado a las cosas, rara vez disfrutas de ellas.
Si puedes tener todo cuando quieras como quieras, si no eliges qué disfrutar, porque al elegir algo has de descartar otro algo, no disfrutas de lo elegido en toda su plenitud. No se trata de poder poseer todo, se trata de poder elegir, por disponibilidad, por trabajo, por lo que cuesta, algo entre ese todo que te permita exprimirlo al máximo.
Poseer mientras más mejor te ensombrece. Mucho no es mejor. El problema es que ningún bien puede alcanzar una verdadera significación si no lo singularizas. Si para ti esa experiencia, con objetos o personas, no la revistes de un significado especial, e intransferible, se convierte en banal. Tenerlo todo lleva a no valorar nada.
Y este problema nos conduce al tercero íntimamente relacionado; el carácter simbólico de aquello que nos produce felicidad. La pérdida de valor de aquello que debiera importarnos. Es como si perdiéramos la capacidad de oler, de tocar, de saborear la felicidad. Todo placer con el que pretendemos sustituir esa carencia termina por resultarnos insípido. Nos damos banquetes enormes de cosas que no necesitamos, pero más allá del atracón inmediato, no las disfrutamos. De hecho terminan por resultarnos insulsas, al desvalorizarlas porque podemos poseerlas sin límites, y por tanto dejan de resultarnos placenteras.
Puedo establecer las condiciones de la felicidad en dos hechos; el primero son las emociones de bienestar que nos invaden antes, durante o después de algún acontecimiento. El segundo es nuestra disposición a “ser felices” en la medida que un determinado acontecimiento nos satisfaga en su conjunto, ya que es acorde con la idea que tenemos de aquello que nos hace felices. O dicho más sencillamente, nos sentimos felices porque nos hemos convertido, más o menos, en aquello que nos imaginábamos que querríamos ser. Si perdemos el valor simbólico de la felicidad, al querer siempre algo diferente a lo que podemos ser, buscamos siempre más y más, lo que nos llevará irremediablemente al fracaso.
Debemos distinguir en nuestra búsqueda de aquello que nos hace felices (duro debate ético que dura siglos) entre lo instrumental y lo intrínseco. Aquellas cosas que nos hacen felices porque nos permiten alcanzar estados que nos producen bienestar, o aquellas cosas que en sí nos hacen felices, sin referenciar nada más. Lo instrumental puede ser útil, pero puede llevarnos a una desvalorización de los bienes intrínsecos, si siempre necesitas algo para alcanzar ese otro algo que presuntamente es más valioso. El hecho es que, como dice un refrán oriental, que no dista de ser significativo: No hay camino a la felicidad, la felicidad es el camino.
Obsesionarse por conseguir una cosa que nos lleve a otra que a su vez nos llevará a otra en un enloquecido laberinto a la caza de la felicidad solo logrará perdernos. Si comenzamos a disfrutar de aquellas cosas, por baratas que sean, e incluso gratuitas, sin esperar acumular más y más, quizá disfrutemos de más momentos de felicidad que de ausencia de ella, infelicidad.
El amor, la salud, la amistad, la paz, no sé acumulan, se disfrutan y se valoran, en el ahora o nunca.
Saludos.
Patricion Varsariah.