Desde el instante en que vienes al mundo y echas el primer aliento no tienes más remedio que empezar a tomar decisiones acerca de un montón de cosas de las que en realidad no sabes nada y que tienen implicaciones que ni siquiera puedes imaginar y, por si fuera poco, para acabar de complicarlo, siempre habrá a tu alrededor, por todas partes, en bares, colegios y mercados, un montón de gente dispuesta a decirte lo que es correcto, lo que harían si estuvieran en tu lugar, lo que no harían de ninguna manera, lo que está bien y lo que está mal. Por suerte, cuando te haces mayor aprendes que la gente lo sabe todo sobre la vida de los demás y que por eso nunca se equivoca dando consejos al prójimo. Bueno, más o menos. 

El caso es que si yo hubiera escuchado a toda esa gente, si le hubiera hecho caso, no estaría aquí. Y tú, si, tú, tampoco estarías aquí. Estaríamos en otra parte, haciendo otra cosa, pero lo cierto es que, por mucho que nos devanemos los sesos, nunca seremos capaces de desanudar ese hilo, porque no tenemos ni podremos tener nunca ni la menor idea de cómo nos iría en cada uno de nuestros infinitos destinos alternativos posibles, así que, considerando el asunto desde una perspectiva general y teniendo en cuenta la terrorífica cantidad de cosas que podrían haber ido mal, muy mal o catastróficamente mal, después de todo quizás no tenemos tantos motivos para quejarnos, no?

Por mucho que madrugues, tu destino siempre se levanta una hora antes que tú”. Podría ser una cita extraída del wéstern Dos hombres y un destino. O  de cualquier tragedia griega, pero no. Según parece, es un proverbio africano; lo cual no es de extrañar visto que el destino del continente negro con frecuencia ha sido (y es) un negro destino.

Sin embargo, desde que una mañana Nietzsche anunciara la muerte de Dios y avisara a los forenses, aquí en Occidente hemos dejado de creer a pies juntillas en eso del destino. Nos atrevemos a dudar de que éste pueda estar escrito (¿por quién? ¿en qué idioma?) en las estrellas, en la palma de una mano o en los posos del té. El destino, ese cara o cruz que decidían los dioses ancestrales en las alturas, es algo que ya sólo hallamos impreso en los billetes de avión o de tren, en los letreros de las terminales de la estación o del aeropuerto.

Sin embargo, hoy no dejo de pensar en el refrán africano y en el destino. En cómo éste parece ser que se levanta por las mañanas más temprano que cualquier hijo de vecino, habida cuenta del trabajo a destajo que siempre tiene y las citas a las que ineludiblemente debe acudir.

El destino es, como se suele decir, un tío plasta, el eterno pesado de turno. Apenas llegas a los sitios, ya te está aguardando con cara de pocos amigos. Siempre tiene algo para ti: bueno o malo. Casi siempre malo. Porque al destino que nos depara cosas amables o dichosas lo llamamos la mayoría de las veces suerte y otras, las menos, justicia. Pero esto no siempre es así. Tenía un amigo en el instituto, mal estudiante, que minutos antes de comenzar un examen siempre deseaba: “Que Dios reparta suerte, que como reparta justicia…”. Así de negro debía levantarse su destino aquellas mañanas.

Yo soy un poco de los que piensan que “el destino es el que baraja las cartas, pero nosotros los que las jugamos.” Para los que juegan en la liga de los redomados pesimistas y creen a pies juntillas en el destino ineludible, me imagino que éste les parecerá un defensa central imposible de driblar. Prueba a esquivarlo, a darle esquinazo y te pasará que "a menudo encontramos nuestro destino por los caminos que tomamos para evitarlo." Tampoco podrás anticiparte a él porque, como ya hemos visto, “tu destino siempre se levanta una hora antes que tú.”

Me pregunto qué ocurriría si, en el trasiego festivo y habitual de los sábados por la noche, después de unas copas de más, a mi destino (el mío propio) se le olvidara adelantar una hora (como lo hicimos el Domingo pasado) todos sus relojes, incluido el despertador. Si errar es de humanos, ¿por qué no habría de errar también mi destino humano?

A la mañana siguiente nos levantaríamos los dos (mi destino y yo) a la par, sincronizados. Ignorante del cambio de hora, mi destino mudaría en desatino. Por una vez no lo encontraría esperándome desde hace una hora bien larga, emboscado en todos los sitios: en la panadería, en el quiosco, en la oficina, en la parada del bus, a la vuelta de una curva cerrada, en la sala de espera de un hospital, dentro del buzón... Quién sabe si, apretando yo el paso, incluso me adelantaría a él. En ese caso podría ver a mi propio destino caminar contrariado hacia mí. Sería yo el destino de mi propio destino.

Qué loca felicidad, qué extraña libertad: preceder despreocupado siempre al destino o, ya puestos a fabular, vivir sin él.