Toda mi vida siempre he cuidado a los demás, a todos los que me rodean. Quiero que coman sano, que incorporen hábitos saludables, que hagan ejercicio, que no cometan excesos, que se manejen con honestidad, que sigan sus sueños….explico con mis escritos lo que está bien y lo que no está bien. Aunque resulto ciertamente insistente y monotemático para los receptores de mis consignas, priorizo el bienestar en vez de convertirme en complaciente desmedido.Porque entiendo que dar no significa ceder en todo.

Creo que en algún momento nos pasa a todos, que cuando un hijo, un amigo o nuestra pareja hace algo mal, comete algún error y/o tiene una actitud desafortunada, tratamos de ser cautos en la crítica y benévolos con el veredicto -y con el castigo en caso de nuestros hijos-. Intentamos ser lo más justos posibles en esas situaciones y también en eventos que suponen gratificación. Cuando alguien que queremos hace algo bien, algo bueno o toma buenas decisiones, también procuramos el equilibrio en el “aplauso” y en la recompensa.

Sin embargo, cuando se trata de mi persona, la vara con la que me mido no parece ser la misma. De hecho, suelo ir de un extremo al otro (y no dejo espacio para esos “grises” que SI, admito en los demás).

Así es que en primera persona la cosa funciona bastante más asimétrica. Cuando algo me sale bien (por casualidad o por buenas decisiones), me aplico exageradas políticas de compensación, evitando pensar si esas recompensas implican excesos innecesarios, superfluos y/o resultan ilógicos y desmedidos con respecto a lo conseguido. Y soy igualmente duro cuando algo me sale mal, cuando tomo malas decisiones o cuando simplemente no reconozco el lado equivocado; allí estoy a un paso de la autoflagelación, me critico duramente y no soy capas de aplicar el sentido común o la capacidad del perdón. Y por supuesto, que en esto incluyo toda la amplitud de eventos: desde la culpa por un exceso en la comida cuyo autocastigo sería una dieta estricta de una semana a base de lechuga; o cuando consigo un aumento y me gasto “a cuenta” todo el dinero -y un poco más-.

Y me pregunto : ¿Por qué con los demás soy capas de medirlos, de mantenerlos en un “justo equilibrio” y con mi persona tan ilógicamente incoherente?

Tratarnos bien, significa ser tolerantes, comprensivos y complacientes en justa medida con nosotros mismos; sin embargo, a veces parece ser un desafío, sobre todo cuando la óptica con la que medimos nuestros aciertos y nuestros errores está abismalmente alejada de la mirada con la que medimos a los demás.

Tratarnos bien, ser amables y comprensivos con nosotros mismos es una actitud que podemos cultivar, y es una alternativa interesante de practicar en esos momentos adversos o positivos en los que emergen nuestros lados exacerbados de crítica o complacencia. Y ciertamente, todos sabemos cuáles son o podríamos identificarlos rápidamente.

Y no hablo aquí de ser autoindulgentes; de hecho, nada más lejos. Ser amable con migo mismo nace de tomar consciencia de mi vulnerabilidad y ser respetuoso con ella, aparece la necesidad de tratarme igual de bien que aquellos a los que más aprecio, es decir, reconocer que no soy ni superior ni inferior a nadie, sino semejante.

Estoy convencido de que las personas que se tratan bien a sí mismas tienen también un mayor bienestar, poseen una menor ansiedad, depresión, enfado y una mayor inteligencia emocional. Por lo que que debo promover el autoconocimiento, conectarme con lo que soy, con lo que me toca, con lo que sucede y con lo que marca mi interior. Reconectarme  con los valores profundos. Abandonar la postura crítica y enjuiciadora de mi mismo. Cultivar la tolerancia y el respeto propio equilibradamente. Ser más benévolo con mis errores y menos complaciente con mis aciertos. Actuar más bondadosamente con migo mismo me ayudará a promover esta actitud entre quienes me rodean de manera natural y espontánea. Comprender que la felicidad no viene de afuera, que nada exterior puede proporcionarla. El bienestar es el primer paso para acceder a la felicidad.

Nota : Todos sabemos reconocer el maltrato cuando lo vemos o cuando lo padecemos; pero muchas veces somos nosotros mismos los que no nos tratamos con consideración.