Cuando debemos Sobrevivir a tiempos difíciles y el mundo no deja de dar vueltas es muy saludable beber el té y no la tormenta, A veces uno piensa que estar tranquilo bebiendo una te, significaba ignorar los problemas. Pero no se ignora nada. Simplemente en esos momentos uno decide no dejarse afectar.

Él te no es mágico. No solucionó ninguno de los problemas. Pero nos da unos minutos de tranquilidad para respirar, pensar y mantener la calma interior, incluso cuando todo afuera se desmoronaba.

Cuando sientas que las cosas se descontrolan, no persigas la tormenta. Prepárate una taza de té. Siéntate en silencio. Y deja que la tormenta pase sin dejar que te entre. No estás ignorando lo que está sucediendo, simplemente no estás dejando que te destruya. Guarda un lugar secreto dentro de ti que nadie pueda tocar

Cuando era más joven, aprendí que deberíamos tener una “habitación tranquila" en nuestra mente,
un espacio privado en nuestro corazón y mente donde nadie más puede entrar. Ahí es donde guardo mi paz, Y no dejo que nadie la toque.

La vida nos golpea con dureza. La gente te decepcionará. Las cosas saldrán mal de muchas maneras. Perderás gente. Te lastimarás. A veces te sentirás vacío. Y si entregas todo lo que llevas dentro al mundo, no quedará nada cuando aparezcan los problemas.

Está bien guardar una parte de ti solo para ti. No tienes que explicarlo todo. No tienes que compartir cada pensamiento. Ese espacio tranquilo es tuyo. Es donde reside tu paz. Protégelo. Porque cuando el mundo te lo quita todo, ya sea tu tiempo, tu energía o a tu gente, ese pequeño espacio interior es lo que te mantiene en pie.

Porque la tierra escucha mejor que las personas. Y lo digo en serio. Siempre he pensado que todos en algún momento de nuestra vida deberíamos tener una pequeña huerta, porque cuando nuestro corazón está lleno de cosas que no podemos expresar en voz alta, como nuestras preocupaciones, nuestras penas, nuestro cansancio, deberíamos hundir los dedos en la tierra, plantando, regando, arrancando malas hierbas, secándonos el sudor de la cara, y al tocar la tierra con las manos te ayuda a bajar el ritmo. Tu cuerpo se mueve, tu mente se aquieta. Te recuerda que la vida sigue creciendo, incluso cuando todo se siente estancado. La tierra no te apresura. No te juzga. Simplemente te acoge.

Si no tienes posibilidad de tener un jardín. Barre la entrada de tu casa. Planta una planta pequeña en una maceta. Camina descalzo por el césped. Haz algo que te devuelva el cuerpo a la tierra. Cuando tus pensamientos sean fuertes y tus problemas parezcan demasiado grandes, ve a tocar la tierra. No lo arreglará todo, pero te tranquilizará. Y a veces, eso es suficiente para superar el día.

No confíes en las personas que nunca han sufrido. Si tienen las manos demasiado limpias, no sigas sus consejos.  Al principio, pensaras que hablaba de higiene o de trabajo duro. Pero no es así. Me referí a algo más profundo: experiencia de vida. Dolor. Lucha. Pérdida. Quiero decir que algunas personas hablan como si comprendieran el sufrimiento, pero se nota por su forma de hablar que nunca han visto su mundo derrumbarse. Nunca han tenido que enterrar a un ser querido, acostarse con hambre ni sentarse en silencio con un dolor que no desaparece.

Cuando sientas que tu vida está patas arriba y se derrumba, acude a quienes han pasado por lo mismo: personas que han sostenido escombros y han construido algo nuevo. No entran en pánico cuando lloras. No apresurarán tu sanación. No te ofrecerán palabras bonitas. Te acompañarán en el caos. Esas son las personas que realmente comprenden. Puede que sus manos no estén limpias, pero son fuertes. Y su calma es auténtica. El dolor reconoce el dolor. Y la sanación se siente más segura en presencia de alguien que ha caminado sobre el fuego y ha salido con vida.

Cuando una de las hijas de mi abuela (mi tía) se fugó con un hombre que le doblaba la edad, toda la familia quedó conmocionada. No dejó una nota. Ni una despedida. Simplemente desapareció de la noche a la mañana con un hombre que ninguno de nosotros conocía.

Los vecinos llamaron a la puerta, llenos de preguntas y chismes. Algunos susurraban que debía haber sido una mala madre. Otros preguntaban qué iba a hacer al respecto. Todos esperaban que se desahogara, que llorara, que explicara. Pero mi abuela no dijo mucho. Se sentó en el escalón de atrás, pelando papas lentamente. Cosió parches en una sábana rota. Barrió el mismo rincón de la cocina tres veces en una mañana.

Me senté a su lado, pensando que su silencio significaba que no le importaba. "Abuela, ¿no estás enojada?", le pregunté. No levantó la vista. Simplemente dijo: Las palabras saldrán, pero no cuando todavía estés sangrando".

Más tarde, lo entendí. No era que no sintiera nada. Lo sentía todo: la conmoción, el miedo, la angustia. Pero sabía que, si hablaba demasiado pronto, todo saldría confuso y agudo. Y las palabras, una vez dichas, no se pueden retractar. Así que esperó. Dejó que el dolor se asentara.

Hay una profunda sabiduría en eso. No todas las heridas necesitan ser habladas de inmediato. Algunas cosas necesitan tiempo en silencio, tiempo para formar pensamientos que no lastimen a los demás ni a ti misma. Deja que la herida se cierre un poco antes de intentar explicarla. Cuando dejes de sangrar, hablarás con más sinceridad y menos arrepentimiento.

Recuerdo que cuando tenía 12 años, sufrí un ataque de pánico después de una pelea en la escuela. Ni siquiera fue una pelea seria, solo una discusión acalorada que terminó en empujones y gritos. Pero algo me destrozó.

En el autobús de regreso a casa, me temblaban las manos. No podía pensar con claridad. Sentía una opresión en el pecho como si alguien estuviera sentado sobre él. Recuerdo haberme agarrado al asiento con tanta fuerza que los nudillos se me pusieron blancos. Para cuando llegué a casa, jadeaba. Me desplomé justo al pasar la puerta principal, con el corazón latiéndome como un tambor, la cara empapada de lágrimas que ni siquiera sabía que caían. Pensé que me moría.

Mi madre no entró en pánico. Se acercó a mí lentamente, como si ya comprendiera lo que estaba pasando. Se arrodilló a mi lado, puso una mano suavemente en mi espalda y la otra en mi frente. Su voz era baja, casi como una canción de cuna. Hijo dijo, "Regresa. Te has alejado demasiado". Esa frase se me quedó grabada. Regresa.

Lo que quería decir era esto: a veces, con miedo, vergüenza o dolor, nos abandonamos a nosotros mismos. Vamos a otro lugar de nuestra mente, a un lugar frío y lejano. Pero mi madre creía que podíamos regresar. A través de la respiración. A través de la quietud. Diciendo nuestro propio nombre en voz alta hasta sentirnos reales de nuevo. Me enseñó que la calma no significa que no pase nada malo. Significa que has vuelto a casa, a ti mismo, incluso en medio de la tormenta.

Todos hemos pasado por días en que la vida nos aplasta: sin dinero, sin ayuda y con más problemas de los que podía resolver. Pero, aun así, debemos cantar, escuchar música. Las canciones no hacen que nuestros problemas desaparezcan, pero los aligeraban por un rato. Como sacudirse el polvo del espíritu. No se trataba de talento. No se trataba de actuación. Se trataba de supervivencia. Cantar nos da ritmo. Y el ritmo nos aliento. Y el aliento nos mantiene en marcha.

Ahora, cuando estes abrumado, atrapado en el tráfico, recogiendo los restos de un día duro, tarareo algo. A veces es una tontería. A veces es una canción que escuchaste de joven. Y siempre te ayudara. Así que canta. Aunque desafines. Aunque nadie te escuche. Sobre todo, entonces. Tu espíritu reconocerá la melodía.

Todas las mañanas, antes de que el día comience rezaba. Nada de palabras forzadas. Nada de gritos. Solo una voz suave y firme, apenas por encima de un susurro. A veces, tus labios ni siquiera se mueven. Simplemente permanece sentado, quieto, con los ojos cerrados.

Quizá te preguntes por qué no orar más fuerte como la gente de la iglesia. Yo te contesto que Dios no es sordo. No necesitas gritar. Háblale como si confiaras en Él. Tus oraciones no tienen que ser frenéticas. No tienes que tirarte al suelo ni llorar durante horas. No puedes tratar a Dios como una máquina expendedora ni como un último recurso. Tus oraciones deben ser tranquilas, con los pies en la tierra. Como si estuvieras en contacto con alguien en quien confías para que te acompañara en lo que viniera después.

Cuando la vida se desmorona, es fácil empezar a suplicar: suplicar que las cosas cambien, que alguien lo arregle, que el dolor se detenga. Pero suplicar te hace sentir pequeño e indefenso. Te quita las fuerzas. Yo creo que la verdadera oración no se trataba de suplicar, sino de volver al centro. Incluso si no eres religioso, hay poder en hablar con algo más grande que tú mismo. El cielo. El universo. Tu propio yo futuro. Pero hazlo con firmeza, sin pánico. Mantente erguido. Habla con claridad. Deja que tus oraciones te recuerden quién eres, no lo perdido que te sientes. Esa postura marca la diferencia.

No podemos sobrevivir al caos fingiendo que no existe. Hay que hacer las paces con él.  Debemos aprender su ritmo. Vivirlo. No ser perfecto. Pero si sólido.

Mi vida como la de muchas personas es dura, pero no podemos fingir lo contrario. Debemos mantener la calma no se trata de reprimir las emociones; se trata de elegir dónde ponerlas.

Si te estás ahogando ahora mismo —la vida es un desastre, el corazón cansado, la mente zumbando— no tengo grandes soluciones. Pero tengo las lecciones que la vida y mi madre me ha enseñado y que las comparto contigo amiga o amigo lector para que estas verdades te mantengan firme mientras la tierra sigue volando.

Mi gratitud por dedicar tu tiempo en leer, que tengas un día maravilloso.

Patricio Varsariah.