Existe una canción que dice “Mis palabras son aire, y van al aire… mis lágrimas son agua y van al mar”. Hay personas que lloran con relativa facilidad y otras que bloquean su necesidad de llorar. Para algunas su motivación profunda es huir del dolor mientras que otras sienten que existen en la medida en que sufren y se apegan a él. Más allá de estos posicionamientos polarizados, es bueno saber que las lágrimas son liberadoras, contienen analgésicos naturales que atenúan el estrés, son un bálsamo para las heridas del desamor, aligeran el corazón apesadumbrado, consuelan y reconfortan en el adiós. Las lágrimas no derramadas oprimen el corazón y generan ansiedad. Amurallar el propio sufrimiento es arriesgarte a que te devore desde el interior.

Algunas personas cargan desde tiempo atrás con heridas profundas y necesitan llorar regueros de lágrimas para poder sanarse. Llorar no es signo de debilidad sino de valentía. La valentía de atreverse a sentir el dolor y acogerlo, sin pretender ignorar o negar su existencia, el coraje de aventurarse a tocar propia la vulnerabilidad.Cuando veo a una persona que se emociona y llore para mí es un buen síntoma, se está acercando a su dolor y a alguna verdad encubierta, está tocando el núcleo de un problema tal vez olvidado o pospuesto. Es señal de que reconoce una herida emocional, le hace espacio, se permite sentirla y toma conciencia de ella.  

Las lágrimas son sanadoras, alivian la tristeza, la pena, el dolor, la impotencia, la frustración. Ayudan a que el dolor emocional fluya y no se quede estancado. Las lágrimas son signo de ternura, del anhelo de conexión cuando nos sentimos solos, imprescindibles para sanar las heridas y tristezas de la infancia. Una muestra inequívoca de la emoción que se siente al reencontrarse y reconciliarse con el niño que fuimos. Las lágrimas disuelven las defensas egoístas, diluyen la máscara y la coraza del ego, reblandecen y dulcifican el corazón endurecido. Son una buena senda que nos conduce a nuestra esencia.

Hay llantos silenciosos y llantos a solas. Los llantos compartidos, cuando se llora y se expresa lo que se siente, cuando se pone palabras al dolor, son profundamente sanadores. Las lágrimas son la sangre del alma. Son una muestra de la vulnerabilidad humana, a veces un desbordamiento de la tristeza y la pena y otras son expresión de alegría y plenitud del corazón. Hay lágrimas de perdón, de gratitud, de compasión por uno mismo y los demás.  De hecho, vistas al microscopio muestran una imagen y composición diferente según el tipo que sean.

Las lágrimas son creadoras, nos ayudan a fluir y ser conscientes de nuestros deseos más profundos, la añoranza de los sueños rotos, los anhelos que quedaron olvidados en el camino, relegados en nuestro corazón. A veces se llora al tomar conciencia de los errores cometidos por inconsciencia e ignorancia, y por las consecuencias de nuestras decisiones y acciones. Las lágrimas licúan y transforman la dura realidad del dolor del duelo y acompañan dulcemente en los abismos insondables de las noches oscuras del alma. Son sutiles mariposas que nacen del dolor.

Las lágrimas son ríos que nos llevan a alguna parte. Una vía fluida que nos traslada de un estado emocional a otro: facilitan una nueva perspectiva, nos transportan a un nuevo horizonte, nos inspiran decisiones. Son un camino de transformación. Los lagrimales son una suerte de trasmutadores alquímicos que obran una importante labor de drenaje emocional, transforman y purifican los diferentes estados emocionales, diluyen el sentimiento de culpa, el resentimiento y el rencor. Llorar es una manifestación de la rendición del ego a lo que ES, nos ayuda a aceptar la realidad y asentir humildemente a las cosas tal como son, cuando tan solo nos queda decir hágase Tu voluntad.

Necesitamos darnos permiso para llorar los amores no correspondidos, las rupturas de relaciones, los distanciamientos insalvables. Elaborar los duelos, aceptar e integrar las pérdida de la salud y de los seres queridos, las amarguras y las frustraciones de la vida. Entonces las lágrimas se convierten en sustancias fertilizantes y son un buen abono para los terrenos áridos y yermos. Más aún, las lágrimas llevan escrita una información que contiene las palabras detalladas de nuestras penas y lamentos, hablan del reconocimiento de una verdad interior. ¿Siendo así, qué dicen tus lágrimas?

Se llora por no haber sido visto en la infancia, por haberse prostituido emocionalmente, por no haber dicho “no” y “basta” a tiempo. Se llora por agotamiento ante la autoexigencia, por caer en la cuenta del mal de la “alegría crónica”, por autoexcluirse y cerrarse a la vida; se llora por sentirse no merecedor, por haberse instalado en la mezquindad y la tacañería emocional, por exigirse la perfección. Se llora por lo que se hizo y por aquello que nunca nos atrevimos a hacer. Se llora por el esfuerzo que se pone en ocultarse, por cansancio de hacer en lugar de ser, por abandonarse e ignorar al Ser que se es. Lloramos cuando nos sentimos conmovidos ante la impertinencia de los fenómenos, estremecidos por la incertidumbre y la fragilidad de la vida con sus momentos evanescentes, se llora hasta morir. Morir y vaciarse por completo de los ardides de la personalidad limitante hasta que uno puede por fin dejarse en paz.

A veces es fácil llorar cuando llueve, cuando parece que el Cielo llorara también ríos de lágrimas que contienen todos los dolores del mundo. Ahora bien, después de la tormenta viene la calma. Es entonces cuando puede brillar el sol irradiante de nuestro corazón. El diamante, la esencia con la que llegamos al mundo, nuestro rostro original. Todos deseamos brillar con luz propia, amar, expandirnos, ser la máxima expresión y mejor versión de nosotros mismos. 

Hay que llorar, soltar, vaciar, drenar, limpiar, transformar dolores y heridas, pulir la coraza opresiva del ego hasta que nuestro corazón se ensanche y resplandezca en su propia luz. ¿Y con qué fin? Amarse y amar con un corazón puro y liviano. Amar con la inocencia de un niño, vacío de rencores, dolores y tristezas, con un corazón resplandeciente y desbordante de alegría.

Es cuando finalmente tomamos conciencia de que más importante que ser amado es amar. Ya no se trata de cuánto me aman sino de cuanto amo. Entonces tal vez osemos pronunciar la plegaria “Destroza mi corazón de tal forma que quede espacio libre para el Amor Infinito”.

Té envió un abrazo.