Ninguna relación puede ser efectiva ni mantenerse bajo esta enfoque donde uno siempre gana, y donde sólo se busca el beneficio propio. En realidad, bajo la personalidad egoista se esconde alguien poco hábil en cuanto a recursos emocionales. Es una persona incapaz de identificarse con aquellos que les rodean, y que vive defendiéndose siempre del sentimiento de soledad e inadapatación. El corazón de una persona egoista es incapaz de ver más allá del límite de su propia coraza. Es una mente rígida con las pulsiones de un niño que no ha pasado de esa fase de egocentrismo, donde cubrir sus necesidades de bienestar y reafirmación. Al principio, nos pueden parecer cautivadores. A nivel afectivo nos sorprenden por ese carácter cercano pero infantil, donde siempre se busca ser el centro de las miradas, llamar nuestra atención. Son los más abiertos en las reuniones sociales y, su voz, suele escucharse por encima de las otras. No obstante, no debemos dejarnos engañar porque su interés es puramente instrumental.

Se tiende a confundir a menudo el amor propio con el hecho de ser egoístas. La persona que se ama a sí misma está lejos de parecerse a la persona egoísta. Ya que existen marcadas diferencias que denotan una preocupación real tanto hacia sí mismos como hacia las personas que les rodean. Cuando indagamos en el propio conocimiento de nosotros mismos, nos iniciamos a su vez en comprender mejor a los demás. El propio conocimiento es la única forma de ser conscientes de todas nuestras limitaciones y de nuestra falta de aceptación; y de todos nuestros miedos subyacentes a nuestro comportamiento.

El egoísmo y el amor a sí mismo, lejos de ser idénticos, son realmente opuestos. El individuo egoísta no se ama demasiado, sino muy poco; en realidad, se odia. Tal falta de cariño y cuidado por sí mismo, que no es sino la expresión de su falta de productividad, lo deja vacío y frustrado. Se siente necesariamente infeliz y ansiosamente preocupado por arrancar a la vida las satisfacciones que él se impide obtener. Tenemos comúnmente la idea arraigada de que las personas egoístas son narcisistas. Con la creencia de que estas personas solo se preocupan por sí mismas, que se valoran y se aman por encima de todo. Sin embargo, la realidad es muy diferente, las personas egoístas no solo tienen dificultad para amar a los demás, sino a sí mismas también.

Entendemos que una persona egoísta es aquella que solo se interesa por sí misma. Carece de respeto y de interés por las necesidades de los demás, se relaciona con las personas principalmente por su utilidad, y por los beneficios que puede extraer de ellas. Establecen por lo tanto relaciones instrumentales para cubrir sus necesidades, sin tener en cuenta el componente emocional de las personas. Puede suceder esto, a su vez, por temor a implicarse demasiado en las relaciones y salir dañadas. Así, realmente, lo que estarían haciendo es huir del amor.

La persona egoísta no obtiene satisfacción en dar, su preocupación se centra básicamente en lo que va a recibir a cambio. Puede dar la apariencia de que toda esta energía que centra para sí mismo es debida al amor que se tiene. No obstante, todas estas acciones implican una gran incapacidad para amarse. No ve más que a sí misma o a si mismo; juzga a todos según su utilidad; es básicamente incapaz de amar. ¿No prueba eso que la preocupación por los demás y por uno mismo son alternativas inevitables? Sería así si el egoísmo y el autoamor fueran idénticos. Pero tal suposición es precisamente la falacia que ha llevado a tantas conclusiones erróneas con respecto a nuestros problemas.

Amarnos para poder amar, amarse primero a uno mismo para poder así amar a los demás. Este hecho es fundamental y está muy alejado de lo que es el egoísmo. Atender y escuchar a nuestras propias necesidades, dándoles el valor que merecen; supone un respeto hacia sí mismo, imprescindible para aprender a quererse. Tener en consideración nuestras emociones expresándolas y aceptándolas, nos convierte en personas más auténticas con facilidad para relacionarnos desde la intimidad y la confianza. Y no a través del miedo a que nos dañen, que solo desemboca en relaciones superficiales, donde vamos añadiendo capas que nos impiden ver nuestra capacidad de amar. La idea expresada en el bíblico “Ama a tu prójimo como a ti mismo”, implica que el respeto por la propia integridad y unicidad, el amor y la comprensión del propio sí mismo, no pueden separarse del respeto, el amor y la comprensión del otro individuo. El amor a sí mismo está inseparablemente ligado al amor a cualquier otro ser.

Al igual que la persona que es egoísta, es incapaz de amar, no lo es menos la persona que tiene una gran preocupación por los demás, y que se dedica por completo hacia quienes le rodean, desconectando de sí misma. De esta forma cree que siente tanto amor que es capaz de renunciar a sus necesidades. Nos engañamos creyendo que amamos. Este ejemplo es fácil verlo en las madres sobre-protectoras y en las personas que se olvidan de sí mismas para prestar atención a los demás, y estar a su disposición para cuando lo necesiten. Son personas que se vuelcan en las necesidades ajenas haciéndolas como propias. Esta forma de amar si bien puede confundirse con personas muy buenas, que están dispuestas a entregarse desinteresadamente, y aman al prójimo incluso más que así mismas. Es igual de engañosa que la del egoísta en la que se cree que se ama mucho así mismo. Ambas formas de amar son un autoengaño en el que se manifiesta una compensación exagerada por su incapacidad de amar.

Es más fácil comprender el egoísmo comparándolo con la ávida preocupación por los demás, como la que encontramos, por ejemplo, en una madre sobreprotectora. Si bien ella cree conscientemente que es en extremo cariñosa con su hijoa o hijo, en realidad tiene una hostilidad hondamente reprimida contra el objeto de sus preocupaciones. Sus cuidados exagerados no obedecen a un amor excesivo a la niña o al niño, sino a que debe compensar su total incapacidad de amarlo. Como podemos comprobar en los ejemplos de la personas egoístas y en la personas que se despreocupan de sí mismas, son dos formas en las que no existe el amor hacia sí mismos, por ende, no puede existir el amor hacia las demás personas. De ello se deduce que mi propia persona debe ser un objeto de mi amor al igual que lo es otra persona. La afirmación de la vida, felicidad, crecimiento y libertad propios, está arraigada en la propia capacidad de amar, esto es, en el cuidado, el respeto, la responsabilidad y el conocimiento. Si un individuo es capaz de amar productivamente, también se ama a sí mismo; si sólo ama a los demás, no puede amar en absoluto.