La vida eterna siempre ha sido uno de los sueños más profundos de la humanidad. Desde la creación de dioses inmortales y la creencia en el más allá, con conceptos como el alma o la resurrección, hasta mitos de elixires y piedras que prometen derrotar la decadencia, como la Piedra Filosofal o la Fuente de la Juventud, e incluso en nuestra búsqueda moderna de la inmortalidad digital mediante la transferencia de la mente. 

Imaginemos que, un día, nuestros científicos descubren el secreto de la inmortalidad. Un medicamento capaz de mantener nuestros cuerpos sanos y fuertes para afrontar la eternidad. Se acaban las preocupaciones por el dolor, las arrugas y el deterioro. Podríamos vivir nuestra mejor versión, con todo el tiempo del mundo. Viajar sin cesar, dominar artes e idiomas, estudiar todo aquello que nos fascina. Suena maravilloso, ¿verdad? No del todo.

El primer problema, sorprendentemente ignorado en la mayor parte de la literatura, es práctico: la catástrofe ambiental que implicaría. El estilo de vida actual ya agota los recursos de la Tierra. Si las personas dejan de morir, pero continúan reproduciéndose, destruiremos el planeta y con él nuestro propio futuro. Misión cumplida: morimos sin arrugas.

El segundo problema es filosófico. Una vida infinita podría acabar en un profundo aburrimiento y en la pérdida de sentido. Aunque existan infinitas novedades, la repetición termina por apagar cualquier placer. Nada sorprendería a una criatura inmortal. Además, la idea de una eternidad dedicada a tomar café, leer clásicos, hacer deporte y viajar parece engañosa. La vida no está hecha solo de placer. También está moldeada por el dolor: soledad, injusticia, pobreza, violencia, enfermedades, catástrofes. Nada de eso desaparecería con la inmortalidad. ¿De verdad querríamos vivir todo eso para siempre?

Si llegas a los 80 años con lucidez y un cuerpo funcional, significa que has pasado décadas aprendiendo, fallando, creciendo, acercándote al ser humano que siempre quisiste ser. Y luego mueres. Eso es todo. Tal vez todo sea olvidado. Quizás por eso nos aferramos a la trascendencia, para creer que nada fue en vano. Pensamos que alguien recordará nuestras ideas un tiempo más, que nuestra existencia dejará alguna huella.

Quizás sea cierto que no vivimos lo suficiente. Quizás cincuenta o cien años más serían un regalo justo. La vida puede parecer breve para un mundo tan fascinante. Sin embargo, es precisamente la muerte lo que nos da urgencia, enfoque y profundidad. La muerte es la razón primordial de vivir.

Personalmente pienso que nosotros los humanos nos componemos de cuerpo y alma. El alma es la parte racional y espiritual de la persona, mientras que el cuerpo sirve como vehículo de la sensación. La muerte es la separación entre ambos: el cuerpo se descompone y el alma continúa hacia la eternidad. Aunque no todos crean en ella, yo sí creo en el alma y en su inmortalidad. Aprender a morir es aprender a vivir.

La serenidad de quien cree en el alma no solo proviene de la esperanza en la inmortalidad. También nace de la satisfacción de una vida bien vivida. Cuando uno cultiva justicia, libertad, prudencia, virtud y verdad, cuando se entrega a la reflexión en lugar de perderse en lo superficial, llega el momento final sin miedo. Quien ha vivido plenamente está dispuesto a morir.

La muerte es un proceso natural que todos compartimos. No importa cuán ricos o pobres seamos, todos perecemos. Nacemos desiguales, morimos iguales. La sociedad actual, obsesionada con optimizar el cuerpo y prolongar su funcionamiento, niega esa verdad. Escondemos la muerte en hospitales, la silenciamos en cementerios. Fingimos ser dueños de la naturaleza mientras la entropía avanza en silencio dentro de nosotros.

Al negar la muerte, perdemos el peso de nuestras decisiones y la responsabilidad sobre nuestro tiempo. Posponemos lo esencial y nos distraemos con deseos artificiales. Para vivir plenamente, necesitamos aceptar que todo, incluso lo más inesperado y enigmático, forma parte de nuestra existencia. Esa es la única valentía necesaria: la valentía ante lo desconocido.

La cobardía humana ha causado un daño inmenso. Hemos apartado de nuestra vida todo lo que no comprendemos: la muerte, lo espiritual, lo invisible. Nuestros sentidos para percibirlo se han atrofiado. Solo quien está dispuesto a todo y no descarta nada, experimenta la relación con el otro como algo vivo y, finalmente, vive su propia existencia en plenitud.

Aceptar la muerte no es resignarse. Es reconocer que no vinimos a conquistar la eternidad, sino a honrar el tiempo que se nos ha dado. La inmortalidad no nos salvaría, solo revelaría nuestra incapacidad para vivir. Quien no sabe morir tampoco sabe vivir. La verdadera grandeza humana no está en prolongar la existencia, sino en darle sentido mientras todavía late.

La muerte nos recuerda que cada instante puede ser el primero y también el último. Ese es el verdadero milagro. No consiste en durar para siempre, sino en arder mientras somos.

Gracias por leer. Al reflexionar sobre lo que se lee, se desarrolla la empatía, la creatividad y el pensamiento crítico. Es un diálogo silencioso con con uno mismo.

Patricio Varsariah.