El tiempo es asunto misterioso. Fluye, lo advertimos, de manera continua e inexorable. El río no es el tiempo que corre por el cauce del existir; somos nosotros que avanzamos o retrocedemos, según se interprete. Suponemos que el tiempo comienza con la vida y concluye con la muerte, pero hay quienes sostienen que el devenir cronológico, tal como lo entendemos, es pura ilusión en el vasto universo del que somos menos que un grano de arena. Otros aseguran que habrá un “tiempo sin tiempo”, en brazos de la eternidad, cuestión que supera nuestra capacidad de entendimiento.

 Mas, nuestra memoria y la experiencia que cargamos sobre su implacable fardel, nos dicen que algo transcurre y nos transforma, segundo a segundo. Podría colegir que jamás el mismo rostro se contempla en el mismo espejo, aunque esa extraña misericordia que significa vernos, día a día, nos impide percatarnos de la ocurrencia del cambio, como no es dado, a primera vista, apreciar el moroso crecimiento de una planta o de un árbol… Hasta que nos encontramos con un viejo amigo, que no veíamos desde hacía décadas, y en medio del esfuerzo por mutuo reconocimiento, pensamos: “¡Qué viejo está!”, lo que también pensará él, absteniéndose en la diplomática falacia de las buenas maneras…

Aparte de este curioso instrumento llamado reloj, medimos el tiempo a través de los sucesos, hechos y situaciones que vamos experimentando; muchos de ellos desaparecen tal como llegaron, aventados en la ceniza del olvido; otros dejan su huella en la memoria y podemos recordarlos, por medio del enigmático viaje hacia el pasado, para obtener un rescate que carga con las imprecisiones del pretérito desvaído y las enmiendas de la anhelante imaginación restauradora.

En casa, cuando era niño,  medíamos el tiempo con la dolorosa impaciencia de la niñez, desde el día 23 de diciembre,hasta el 31 de diciembre, con el más importante de los interludios, la Nochebuena, momento en que recibíamos los esperados regalos, aparecidos como por arte de magia, pasadas las doce de la noche, bajo al árbol navideño, con esos tonos multicolores que ya no podemos ver como entonces, pues nuestros ojos no son los mismos, desprovistos hoy del candor extraviado, como el paladar que extraña el remoto sabor de las cerezas.

Aquel día 23, los saludos, parabienes y visitas comenzaban antes del almuerzo, se prolongaban en la imperdonable hora del té, luego que el viejo reloj de péndulo tañía las cinco campanadas, con un dulce seseo que parece aún resonar en mis oídos: “vamos a hacer onces”, expresión única y de rara semántica que a veces intento restaurar, con ese dejo de triste humor por lo perdido… Entonces, el tiempo se tornaba para nosotros extenso camino, y veíamos muy lejos la víspera de Navidad, que nos aguardaba titilando, en un puñado de horas que hoy sería destello efímero, medido con la desbocada velocidad de la luz que parece arrastrarnos, sin pausa, hacia el delta final.

Los niños, al igual que los pájaros, viven el presente como único estadio de sus móviles y apremios, pues la memoria es en ellos apenas una sensación inconsciente para actuar en relación a los seres y las cosas… Así, el recuerdo, que es la pulsión ávida por recuperar lo pretérito, se volverá también el verdugo de aquel presente difuminado donde fuimos –o creímos ser- felices. La remembranza posee ese valor dual: perseguir la memoria y segarla de un golpe, como la hoz que corta la espiga para desgranarla y convertirla en pan. El alimento ha olvidado el grano, como la espiga no puede evocar por sí misma a la semilla.

Veo ahora la línea del tiempo, mientras escribo; cómo las palabras que van quedando atrás en la frase ya son pasado irremediable… También tú lo sentirás, caro lector, al mover tus ojos entre una y otra palabra… Pero si brota en ti ese fulgor del que del tiempo, habrás atesorado al menos una minúscula semilla en tu corazón… Y créeme, volverá a germinar, porque hemos venido a derrotar el olvido y a vencer toda aniquilación. Al cabo de las palabras, eso tendrá que ser posible; es mi esperanza y quizá sea también la tuya.