la idea de que vivir merece la pena...
Publicado por Patricio Varsariah el miércoles, abril 12, 2017
Resistirnos a perdonar a quienes nos dañan intencionadamente es una respuesta muy normal. Por eso, la cuestión de perdonar se convierte a menudo en un arduo dilema que tenemos que resolver antes de recomponernos. La predisposición a perdonar varía de persona a persona; depende de la explicación que le demos a la injuria, de la huella que dejó en nosotros y del apoyo o solidaridad que recibimos de las personas de nuestro entorno.
Sin duda, el olvido ayuda a perdonar. Se suele decir que los sabios perdonan pero no olvidan, yo creo que sin una dosis de olvido es muy difícil el perdón. El olvido natural que produce el paso del tiempo disminuye la intensidad de las imágenes y las emociones vinculadas a los agravios y desengaños que sufrimos, alivia la rabia y el rencor que guardamos contra quienes nos ultrajan y facilita el retorno de la paz interior.
Se acostumbra a pensar que el perdón requiere un intercambio personal entre el agresor que expresa pesar y arrepentimiento y el agredido que lo absuelve. Sin embargo, en la gran mayoría de los casos la decisión de perdonar nace en la mente de la víctima; es subjetiva, privada, y consiste en un proceso de introspección. No exige la participación de los culpables, no les exime de su responsabilidad ni disminuye la gravedad de la ofensa. El objetivo principal de este perdón es liberarnos de la enorme carga opresiva que suponen el resentimiento enquistado y la identidad de víctima, recuperar la armonía emocional y concentrarnos con entusiasmo en nuestra vida.
Igualmente, perdonarnos a nosotros mismos por nuestros errores y desvaríos es fundamental para proteger nuestra autoestima. Aunque no lo reconozcamos abiertamente, para todos los mortales lo más importante del mundo es uno mismo.
Numerosos estudios demuestran que perdonar y pasar página no solo beneficia nuestro equilibrio emocional, sino que también es saludable para el corazón, la presión arterial y el sistema inmunológico protector. La verdad que “Sin perdón no hay futuro”.
La capacidad que tenemos para resistir, adaptarnos y recuperarnos de todo tipo de adversidades abunda en las personas mucho más de lo que nos imaginamos. Y si reflexionamos, la verdad es que es lógico. De no ser así, resultaría difícil explicar el hecho de que cada día seamos más en el mundo y vivamos más.
Todos nos enfrentamos en algún momento a desgracias y reveses que nos conmocionan, pero los efectos suelen ser pasajeros. Y no pocos en su lucha descubren algo valioso sobre sí mismos. A esta situacion los expertos lo llaman “crecimiento postraumático” para definir la experiencia de personas que perciben cambios positivos como consecuencia de haber afrontado desgracias.
¡Ah! Y no mezclemos el sufrimiento con la lucha por vencerlo. Esta distinción es importante porque el crecimiento postraumático no es fruto del sufrimiento en sí, sino de la lucha por vencerlo. Así pues, a la hora de lidiar con peligros y desdichas los finales buenos son mucho frecuentes que los malos, aunque pasen desapercibidos, no sean noticia. Y es que los ingredientes básicos de la resiliencia son bastante elementales y universales.
Por ejemplo, las relaciones afectivas gratificantes, la autoestima saludable, o la aptitud para localizar el centro de control en uno mismo y pensar con confianza y optimismo que podemos hacer algo para superar los retos, en lugar de ponernos en manos de la suerte, del destino o del que “sea lo que Dios quiera”.
En efecto, la mayor sorpresa que me ha proporcionado el estudio de la naturaleza humana es que la resiliencia –la mezcla de resistencia y flexibilidad- sea algo tan natural, tan común, tan normal.
Cada uno definimos la felicidad a nuestra manera. Hay personas que explican la felicidad como una emoción intensa que las invade súbitamente: por ejemplo, cuando experimentan una pasión repentina o se enamoran. Otras la definen como un estado de embelesamiento ante una imagen bella o una melodía impactante que les llega al alma. Algunos ?ilustran la dicha con ejemplos de situaciones muy gratificantes, en las que se sienten triunfantes al haber conseguido una meta muy deseada que les exigió grandes dosis de esfuerzo. Tampoco faltan los que eligen estados de ánimo conectados con la libertad, la creatividad o, incluso, experiencias de carácter místico.
Sin embargo, para muchos, y yo me incluyo entre ellos, la felicidad es una sensación placentera de contentamiento estable. Cuando estudiamos la felicidad la solemos medir a largo plazo, me refiero al sentimiento agradable y apacible de satisfacción con la vida en general. Este concepto de felicidad no depende de un momento dado o de un hecho determinado, sino que consiste en un estado de ánimo positivo y persistente que acompaña a la perspectiva favorable de la vida y alimenta la idea de que vivir merece la pena.
En general, las personas felices que he conocido suelen tener una perspectiva positiva de las cosas y suelen buscar esperanzados las circunstancias que les proporcionan un estado de bienestar subjetivo. Tienden a valorar la autonomía y poseen una buena dosis de confianza en sí mismos. Se trata de personas que disfrutan mucho las relaciones afectivas con los demás y se sienten muy contentas cuando aplican sus aptitudes o talentos a las ocupaciones y actividades cotidianas. Saben aprovechar las oportunidades y gozar de las pequeñas cosas que les ofrece el día a día. Son hombres y mujeres flexibles que se adaptan a los cambios y vicisitudes que les plantea el paso por el mundo, y aceptan las reglas imperfectas del juego de la vida sin amargarse.