La cuestión no es nunca si un individuo es bueno, sino si su conducta es buena para el país en el que vive. El centro del interés es el país y no el yo.

No hay día en el que no nos despertemos escuchando la radio o leyendo en la prensa noticias sobre la corrupción de este o de aquel político. La que debería ser considerada como la más imprescindible, como la más honesta, como la más honrada de las dedicaciones en una sociedad democrática y plural es, sin embargo, vilipendiada y sometida a escarnio por el comportamiento de unos pocos. 

En nuestros días parece cuasi-infantil pensar que personas sin ninguna formación de alto nivel puedan acceder a cargos de gobierno, toda vez los requisitos obligatorios para acercarse a cargos gubernamentales implican necesariamente la posesión de un título universitario más años de experiencia en funciones relacionadas con el cargo que se busque desempeñar. 

Por esa razón básica, uno tiende a pensar que, si una persona llega a un alto cargo, es porque su nivel de conducta personal y social le aleja automáticamente de las posibilidades de incurrir en actos de corrupción. Lamentablemente, día tras día nos damos cuenta de que esta presunción apriorística es totalmente errónea: la política es un campo actualmente invadido por personas que carecen de requisitos formales, así como de méritos intelectuales para desempeñar sus altos cargos.

El acto de corrupción más rapante es aquel que se comete por parte de políticos, ora en la derecha, o en la izquierda, afirmando que están en clara y definida lucha para eliminar la pobreza, cuando más bien se dilapidan los bienes del Estado en proyectos personalísimos, aspecto tan común en América Latina que, lamentablemente, se ha convertido en un parámetro definidor muy cercano al Bien Personal, muy alejado del Bien Común.

El caso Odebrecht- por citar el más conspicuo en la actualidad- tiene hoy día en el banquillo de los acusados –allí donde la justicia tiene las manos limpias- a políticos pertenecientes a todo el espectro en los más conspicuos países latinoamericanos, con algunas honrosas excepciones a la fecha.

El problema más serio en casi toda América Latina es que el Estado no ha actuado como la institución universal, abstracta, garante del Estado de derecho; por lo contrario, ha funcionado como mecanismo para fabricar fortunas, construir clases artificiales y privilegiar elites. 

La presunción de inocencia, pilar de un sistema de derecho democrático, no parece aplicarse con igualdad en el caso de los políticos. La opinión pública, los medios de comunicación, y los ‘opinadores’ profesionales o amateurs, se abalanzan a asumir que por defecto son culpables. Y lo peor de todo es que no importa si al final son inocentes, porque la sombra de la sospecha, siempre les manchará, a ellos al igual que a todo aquel que dedique parte de su tiempo, profesionalmente o no, a la política.

 “¿Algo habrá no?” “¿Algo habrán pillado?” “¿Por qué iban a estar ahí sino?” Quién no ha pensado esto cuando se ha publicado la inocencia de algún político presunto culpable.

Pero una vez que hemos reconocido la dignidad de dedicarse a la política en democracia, por muy demacrada y explotada que se encuentre por el mal uso que determinados responsables hacen de ella, no es frívolo reconocer el daño que a la sociedad nos hacen esos casos de políticos que sí que son corruptos. 

Y aquí viene la cuestión principal que me gustaría plantear. ¿Tanto os equivocáis a la hora de elegir a esas personas? ¿Vienen ya predispuestas a primar el beneficio personal sobre el interés público? Son, por así decirlo, “malas personas”, delincuentes que han tenido la habilidad de “zarandear”.

¿O hay algo en vuestro sistema, en vuestra forma de organizar la gestión de lo público que dota de “normalidad” a esta perversión democrática? ¿Hasta qué punto durante años se han “normalizado” comportamientos que deberían ser excepcionales? Y no cabe duda que ahí los partidos políticos tienen una responsabilidad primordial. 

Pero ahí está la clave, claro, la “normalidad” con la que la sociedad y los servidores públicos han asumido un sistema perverso, podrido, que alimenta y promueve los peores instintos del ser humano. La banalidad del mal no es otra cosa que la insignificancia del individuo partícipe imprescindible de ese mecanismo, no como motor, pero sí como engranaje necesario. Libre de responsabilidad ética y moral, al fin y al cabo, él es uno más.

Hasta qué punto el ciudadano común, el servidor público común, el político común, que no es “malo” por naturaleza, se ciega ante la corrupción; o bien la comete al verla como algo normalizado en el entorno o bien decide cerrar los ojos y actuar como si no fuera asunto suyo, al no sentirse responsable último. 

Quizá porque durante años nadie parecía darle importancia a pequeños “atajos” que cada vez iban a más, quizá porque los responsables últimos consideraron que era preferible no “tocar” a quien les garantizaba mayor cuota de poder institucional debido a su popularidad por algo “insignificante”. Quizá porque casi ningún ciudadano prefirió preguntarse por esas “pequeñas” cuestiones o rumores de corrupción o “atajos” ante las políticas para la “mayoría”.

¿Hubieran sido posibles tantos y tan graves casos de corrupción si algo en vuestro sistema no hubiera permitido esto? ¿Si vuestra sociedad no hubiera en muchos casos cerrado los ojos hasta que la gravedad de una crisis económica no os hubiera llevado al límite? 

No dudo que entre los corruptos haya gente “mala”, predispuesta a la corrupción, pero tengo la inquietante sensación que ha habido más de una persona “común” que perdió su normalidad ética ante un sistema que cerraba los ojos. Culpables o cómplices del silencio.

Y no cabe duda que ese es el gran reto que nuestra sociedad tiene que plantearse, que los partidos políticos o los movimientos ciudadanos han de replantearse. Que todos, políticos o no, aceptemos que la política ha de ser la más digna de nuestras ocupaciones. Y que eso implica un esfuerzo de transparencia y control democrático en los sistemas de los partidos políticos, en los sistemas institucionales que estos gestionan. 

Hemos de dignificar los sistemas dignificando a las personas que de ellos participan, los engranajes de un sistema son esenciales, pues es lo que dota de legitimidad a un sistema democrático y permite su máxima expresión a través de la exigencia de un comportamiento inequívocamente ético.

Es necesario retomar la senda de la cordura y la razón si no queremos seguir pagando y patrocinando nuestra autodestrucción.

El pueblo, puede seguir lamentándose por lo que pudo haber sido o por haber sido engañado, o puede hacer algo audaz; Usar esa energía para crear un futuro envidiable. Es su decisión.

Vienen tiempos difíciles que servirán para demostrar el empeño, el temple y talante democráticos de los argentinos, colombianos, ecuatorianos en las elecciones a realizarse este mes de octubre 2023. Lo que necesita vuestra sociedad es diálogo y tolerancia, pero de manera legítima y sincera, sin dobleces.

Que el Dios de sus creencias guíe sus pasos, ilumine vuestra inteligencia para que vuestro voto sea pensando en los sueños del presente y de un futuro mejor para vuestro país y  la humanidad.

Patricio Varsariah.