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Cuando las noches se vuelven más frías en mi ciudad de los Países Bajos que tanto amo, el corazón empieza a escuchar a noviembre llega y se va en silencio, como un viejo amigo que ya no necesita llamar. El aire se enfría, los días se acortan y la luz se desvanece en tonos dorados y grises apagados. Es un mes que no habla con frases, sino con pausas: en el susurro de las hojas que caen, en el susurro de los vientos lejanos, en la calma que envuelve las calles vacías.

Siempre he sentido que noviembre no solo cambia la estación, sino que cambia la temperatura del alma. Hay un extraño consuelo en su quietud, una serenidad que te hace dejar de huir y, por fin, escucharte a ti mismo. Cuando el crepúsculo llega temprano y el silencio se prolonga, a menudo me encuentro sentado frente a la soledad, no como un intruso, sino como un compañero olvidado hace mucho tiempo.

Al principio, resulta incómodo, como reencontrarse con alguien a quien una vez amaste, pero de quien te alejaste. La soledad no discute; espera. Y cuando finalmente habla, pregunta en voz baja: 

¿Estás viviendo de verdad, o solo te mantienes lo suficientemente ocupado como para olvidar que no lo haces?

El frío de noviembre se filtra por las paredes y llega hasta el corazón, pero también ralentiza el tiempo, lo suficiente para que las emociones enterradas afloren. Empiezas a recordar rostros que se desvanecieron de tu vida, momentos que terminaron demasiado pronto y versiones de ti mismo que dejaste atrás en silencio. Hay cierta melancolía en ello, pero también belleza, porque sentir tan profundamente, incluso la tristeza, es prueba de que sigues siendo humano bajo el ruido.

Quizás por eso he dejado de temer al silencio. En un mundo siempre ruidoso, noviembre se siente como un permiso para descansar: para respirar, para sentir, para simplemente existir sin fingir. El susurro de las hojas se convierte en lenguaje. El frío se convierte en claridad. El silencio se convierte en verdad.

Ahora, cuando la soledad me visita, ya no le doy la espalda. Le sirvo una taza de té y la dejo quedarse un rato. Porque en su compañía aprendo cosas que antes no podía oír: que la soledad no es vacía, sino espacio; que el silencio no es ausencia, sino profundidad; que la sanación no siempre ruge, sino que a veces susurra suavemente con la brisa de noviembre.

Y cuando por fin llega diciembre —brillante, bullicioso, lleno de luces y risas— llevaré conmigo la calma de noviembre. Un recordatorio de que la quietud tiene su propia calidez, y que a veces las conversaciones más sinceras son las que tenemos con nosotros mismos.
Reflexión final: Tal vez por eso noviembre me duele y me abraza a la vez: porque me recuerda que, aunque yo me mueva, hay lugares que se quedan viviendo dentro de mí.

¡Gracias por leer!

Patricio Varsariah.