Es una verdad que a través del tiempo y las experiencias se confirma que cuando sufrimos, hay una parte de nosotros que quisiera que la vida de todos se detuviera como la nuestra lo ha hecho. No puedes entender que las actividades y rutina de los otros continúen mientras que la tuya se ha detenido de manera brusca. 

Desde la ventana de un hospital pueden verse los autos pasar, bocinas sonar y sin embargo tu vida transita a otro ritmo. Lo interior se vuelve mucho más importante que los acontecimientos externos y nos cuesta creer la indiferencia y frialdad con la que algunos parecen ni siquiera darse cuenta, que estamos sufriendo.

Así es el dolor de la pérdida, una invasión bárbara en tu vida que te desorganiza y enoja hasta el tuétano de tu existencia. Lo reconozcamos o no, nos afecta la felicidad de los demás, nos preguntamos ¿por qué yo y por qué no ellos? 

Esto no nos convierte en un monstruo ni en una mala persona, porque encima de sufrir, además nos juzgamos a nosotros mismos y sentimos culpa por estos sentimientos normales bajo las circunstancias, que se gestan en nuestro interior.

Al transitar el duelo descubriremos que la envidia que hemos sentido ( no hay otra palabra para llamarla) por la bonanza o felicidad ajena, ha vuelto a abandonar nuestra mente, ahora su lugar lo ocupa mayor empatía y sabiduría emocional. 

Resulta que entendemos a los que sufren o transitan un dolor justamente porque ya hemos estado ahí. La pérdida nos pone un escalón más arriba que el resto pero no para mirarlos hacia abajo sino para ayudarlos a subir. 

Al concluir nuestro proceso de cicatrización emocional nos reconocemos fortalecidos, entendemos a quien pasa por la ausencia de un padre o una madre o de un hijo, precisamente porque hemos estado ahí y también comprendemos sin ofendernos, que esa persona siente que es la única a la que se le ha muerto un ser querido. 

Después, si hace un buen trabajo de sanación interior, empezará a preguntarse si supo estar ahí para sus amigos cuando ellos sufrieron también.

El dolor es justamente el elemento unificador del ser humano. Todos sufrimos, no importa qué nivel social tengamos, cómo vistamos o cual sea nuestra religión. Tu color de piel o tipo de cabello da lo mismo, lo único cierto es que perder duele y ese dolor te volverá egoísta por un tiempo.

Elaborar tu duelo te llena de sabiduría emocional, te regresa la paz y te pone en posición de ver de nuevo a otros y poderlos ayudar. Dejas de ser ese “gigante egoísta” que no quiere risas en su jardín, ni niños corriendo y siendo felices cuando tú dejaste de comprender, por un tiempo, el significado de esa palabra.
Repito: La pérdida nos pone un escalón más arriba que el resto pero no para mirarlos hacia abajo sino para ayudarlos a subir.

Pido a Dios que ese escaloncito no me maree y dar con mi empatía lo mejor de mi experiencia a mis amigos que no lo han vivido.

He dicho...

Patricio Varsariah