En nuestras vivencias, aprendemos lo necesario, si ese es nuestro propósito, o saltamos de crisis en crisis, si evadimos las enseñanzas que nuestras experiencias pueden propiciar. Y aprender es esencialmente un cambio.

He llegado a pensar que de que cada ser humano debe basar toda acción de cambio particular en su autonomía -lo que significa que cada uno pueda apropiarse de sí mismo, decidir desde la sabiduría de sus sentimientos y emociones equilibrados, asumir su propia dirección -que no es la que han establecido sus padres y parientes, ni las tradiciones del pasado (muchas pautas de ese lánguido archivo de rutinas ya no tienen sentido ni utilidad), ni los rígidos sistemas de creencias de la sociedad en que crecimos, ni las normas amenazantes de las organizaciones llamadas religiosas (aunque sí, en todo momento, de su conciencia de ser que es una expansión unitaria de Dios).

Y esa autonomía para actuar y relacionarnos armoniosamente solo podemos realizarla si alcanzamos una comprensión adecuada sobre nuestras vivencias.

Normalmente, para decidir cómo actuamos, nos acogemos a nuestros sistemas de creencias y damos una gran prioridad a los intereses, a las conveniencias, a las presiones, exigencias o imposiciones de otras personas, o a nuestra ambición y obstinación por alcanzar algún resultado, desdeñando o subestimando a otros; y en muchas ocasiones nos basamos también en lo establecido (apoyándonos en el desastroso paradigma popular de que "Es mejor malo conocido que bueno por conocer" -aunque las mismas personas expresen al mismo tiempo que "Mejor solo que mal acompañado").

Posiblemente ese culto al conflicto que vivimos tantas veces provenga de un hábito generacional negativo heredado de nuestros ancestros hispanos y latinos, la tarea no hecha de afianzar la paz y los acuerdos desde actitudes de respeto y tolerancia, que nos ha quedado pendiente.

Podemos cambiar, cada uno de nosotros, la propia historia y la historia familiar, modificando nuestras actitudes y comportamientos, asumiendo nuestra autoestima y confianza, nuestra paz y nuestra fortaleza, soltándonos de algunas de nuestras dependencias y de los yugos culturales.

A veces tengo la impresión de que muchas personas asumen como amor un sentimiento ambiguo reiterado respecto a sus parejas, a sus familias, o a la sociedad que las rodea, algo así como "Te quiero, pero no te quiero". 

Después de interacciones hogareñas o íntimas altamente afectivas, nuestras parejas sueltan a veces comentarios o comportamientos muy hostiles, o tendencias a juzgarnos duramente o a controlarnos, o a someternos a sus condicionamientos, o a querer poseer nuestras vidas. O nos acumulan como deudas las decepciones que sienten porque nos hemos satisfecho sus deseos y aspiraciones y nos cobran cada cierto tiempo –o en un ajuste final de cuentas- asumiendo contra nosotros papeles dramáticos de personajes ofendidos y resentidos. Y todos esos eventos nos llevan a una gran confusión porque nos parecen contradictorios.

El conocimiento profundo de las condiciones esenciales del amor –no egoísta y siempre objetivo- nos vuelve a la cordura y nos lleva a creer que esas relaciones fluctuantes e inestables, que parecen poco sólidas, reflejan personalidades inmaduras interactuando en aprendizajes difíciles e imperativos.

Mi entendimiento respecto a las ilusiones de amor es muy simple "Creemos poseer a quienes no nos pertenecen y después creemos perder a quienes era imposible que pudiéramos poseer". Y afirmo también que "una cualidad fundamental del amor es la libertad que aceptamos de otros seres humanos y la libertad que ellos aceptan para nosotros". 

Soy muy claro en utilizar el verbo aceptar y no el verbo conceder porque la libertad en las relaciones es un atributo de nuestro origen en Dios -el libre albedrío de cada uno-; si alguien expresa que les concede a otros su libertad, posiblemente presume que es superior a ellos o que ellos son inferiores, cuando solo somos diferentes en nuestras personalidades, en las manifestaciones evolutivas que podamos mostrar a través de nuestros actos y quizá en los privilegios que ostentamos. 

El ataque y el conflicto repetido no expresan amor; la dependencia afectiva y los propósitos de venganza tampoco; las poses de orgullo, resentimiento y prepotencia mucho menos. Todos los comportamientos llamados "amorosos" en los altares del sacrificio y el sufrimiento son solo los dramas de nuestros egos. Y las personas que repiten esas crisis habituales están reforzando sus rutinas de auto castigo y autocompasión a medida que transcurre el tiempo, mientras dejan escapar sin darse cuenta el amor sentido y armonízate.

Seguramente cuando nos involucramos en esos enredados y desgastadores "romances" de amor-odio vivimos como trágicos protagonistas de las novelas que con argumentos parecidos alcanzan audiencia masiva porque conmueven la sensiblería del público y su candidez. Así no alcanzamos la felicidad ni la alegría: recorremos nuestros caminos cansados, frustrados, desesperanzados, hasta deprimidos; y a medida que creemos avanzar, cada vez se nos hace más lejano e inaccesible el Cielo que queríamos como meta (y también el cielo que esperamos como recompensa).

Saludos y cuida de tu salud.
Patricio Varsariah.