En la infancia la posibilidad de convertirnos en ancianos, de que la vejez nos alcance y nos equipare a esas venerables e irritantes criaturas que nos abrazan, de manera tan frágil que parece que se van a romper, nos parece algo tan lejano como cualquier tierra incógnita a cuya orilla nunca llegaremos. En la juventud, ya conscientes de la posibilidad de tal destino, cuando nuestras fuerzas y sinos se hayan desvanecido, nos rebelamos y nos decimos que nunca llegaremos a viejos, que apuraremos hasta la última gota de nuestra vitalidad en un interminable baile de orgia de los sentidos. 

En la madurez, esa elusiva etapa que nos llega entre que abandonas la juventud y de repente te das cuenta que no falta tanto para arribar a la tierra antes incógnita, empezamos a tantear, entre balbuceos incomodos, que esa posibilidad que tan lejana veíamos, comienza a acercarse. Y de repente, un día te levantas, y el niño que aún permanece escondido en tu corazón llora por el abandono de la juventud ansiada. El joven rebelde que tanto te dio, y tanto te quitó, balbucea ante una madurez a la que nunca debió arribar. Y esa persona madura, en la que nunca creíste que llegarías a convertirte, grita sorprendida ante el incontestable hecho de la llegada de la vejez. 

Puede incluso que te hayas saltado, la etapa de la madurez y hayas pasado directamente de la adolescencia o la juventud a la vejez. A veces sucede, cuando el niño que nunca nos abandona decide resistirse a cualquier precio al ineludible destino de todo ser humano. También tenemos la opción contraria, la del amargado que, siempre pendiente de los vicios a los que acogernos para aliviar la amargura de nuestra existencia, que nos advertía que envejecer no es nada, lo terrible es seguir sintiéndose joven.

El arte de saber vivir no es sencillo, entre otras cosas porque nadie nos enseña las claves para aprender esa virtud. A nadie le importa cómo vivas mientras seas productivo e (in)útil a la sociedad. El arte de aprender a envejecer es aún más complicado, pues todo es merma, física, mental y anímica. A lo que hay que añadir la dura perdida de personas queridas, amigos, amantes, compañeras, que te habían custodiado en tu viaje, pero el destino les deparó una estación término diferente a la tuya. 

Nuestra piel va adquiriendo tonos más grises, por mucho que tratemos de trampear la aridez del tiempo en los poros del rostro. Nuestros músculos y huesos comienzan a dialogar sobre tiempos mejores en los que fantaseaban con atléticas hazañas, imaginarias o reales. Mi corazón pausa cada vez más los latidos de las pasiones que antes tanto me encendían y provocaban la maravillosa sensación que te salía del pecho. Y la belleza, esa luz que antes solo buscábamos en la superficie de las personas, comienzas a encontrarla en rincones escondidos, tras una segunda y una tercera mirada, más profundas, que indaga en lugares donde antes ni se te ocurría mirar, y si por casualidad lo hacías, los ignorabas por ser carentes de relevancia para lo que te importaba, tan solo arañar la superficial belleza de las personas.

Cuanto más se envejece más se parece la tarta de cumpleaños a un desfile de antorchas. Un desfile de antorchas que lloran por los años calcinados que nunca volverán, una procesión de recuerdos agridulces a los que ni siquiera la azucarada tarta puede endulzar. Y lo más terrible de la llegada de la vejez, acompañada por esa procesión de antorchas, es aún más que adquirir plena conciencia de tu mortalidad, el aterrador silencio que acompaña a la soledad. 

Esa plaga inmoral que acompaña a los ancianos a los que nuestra sociedad abandona y arrincona. Lo hemos visto en la pandemia. Fueron los primeros en caer en masa de manera indigna, y ahora que el resto de la sociedad festeja la salida de la pesadilla del Covid-19, ellos son los últimos en caer, sin apenas conmoción, ni lágrimas por parte de nadie. Una soledad, abandonados por familias, por toda la sociedad despreocupados por ellos, que es uno de los peores cánceres que indican lo mal que están los indicadores de salud moral de nuestras acomodadas sociedades. A nadie parece importar en exceso esa soledad a la que un gran número de ancianos se ven abocados.

Solo la fantasía permanece siempre joven; lo que no ha ocurrido jamás no envejece nunca. Quizá esa sea una de las claves para mantenerse joven, incluso disfrazado por lo ropajes de la vejez, dar siempre rienda suelta a la imaginación, dejarse llevar por esos mundos o deseos que probablemente nunca obtengamos, pero cuya solo presencia, en nuestra mente y en nuestro corazón, nos inspira a mantener esa llama que el tiempo, las circunstancias, y la aridez de otros corazones humanos siempre trata de extinguir. 

Lo mismo podría decirse de ese infante, que se queda deslumbrado ante cualquier novedad que llega a su vida, que se sorprende con cada beso y abrazo, que se esconde del dolor inmerecido, que se desborda de jolgorio y placer ante cualquier lluvia inesperada o la caída de la primera nieve. Ese niño que la sociedad y su cruel egoísmo tratan que escondamos porque ha de avergonzarnos, y, sin embargo, es otra de las claves del arte de saber envejecer. Mantener a ese niño a salvo, y nunca dejar que se desvanezca de nuestras vidas. Nunca perder su sentido de la maravilla ante los acontecimientos inesperados y felices de nuestra vida.

La clave del arte de saber envejecer es haber llevado una buena vida. Difícil premisa, pero comprensible exigencia. También la vejez fruto de una vida llevada con calma, con honor y con dignidad, es una vejez apacible y dulce. La naturaleza, los azotes de la existencia, pueden haber tratado de descarrilarme una y otra vez, pero si he resistido, si mantengo la honestidad como mi principal ancla a la vida, el adiós, cuyo preludio es la vejez, resulta más fácil. Si al mirar atrás me siento satisfecho, no de logros egoístas, sino de mi integridad y de mis aportaciones al bien común, no de las heridas que he causado, sino de las que he ayudado a remendar, entonces, y solo entonces, la plenitud de mi vida coincidirá con mi final.

La vejez nos pone límites, muchos, ¿cómo no iba a ponerlos? Pero no podemos escapar de la necesidad del tiempo que transcurre y nos desgasta. Aceptar nuestra corporalidad, y con ella nuestra mortalidad, es un principio para el arte de saber envejecer. La vejez no es solo una cuestión de nuestro cuerpo, es un estado del alma, de nuestra voluntad. Hay personas que en la plenitud y madurez de sus vidas se comportan como si la vejez les hubiera llegado antes de tiempo. Sin embargo, encontramos personas que casi alcanzan el siglo de edad y nos sorprenden por la vitalidad que desprenden, a pesar de las ineludibles carencias de la carne a la que se ven atados.

Negarse a envejecer cuando ha llegado el momento es un lastre para disfrutar de la serenidad que puede proporcionarte.  A los que no tienen ningún recurso en sí mismos para llevar una vida buena y feliz, toda edad les resulta pesada. En cambio, a los que buscan todo lo bueno en sí mismos, nada de lo que ocurra por la ley de vida les puede parecer malo. El insensible muestra su verdadera cara al enfrentarse con valor a la vejez y a la enfermedad, condiciones que suelen ir juntas. Nuestra mente ha de jugar un papel fundamental en saber envejecer. El cuerpo podrá estar debilitado, pero si otras condiciones no nos afectan a la mente, en nuestra mano está fortalecerla día a día. Si lo físico disminuye, aumentemos la fuerza que nos aporta nuestra voluntad, y esa fortaleza es una virtud que se practica con ejercicios mentales.

No permitas que la sociedad te considere un inútil por envejecer, es un error si aceptas esa falsa premisa que trata de arrinconarte al desván de los olvidos. El cuerpo con el que llegamos a nuestra vejez depende en gran parte de lo que hemos hecho en nuestra vida, por tanto, es responsabilidad nuestra, y escondernos o renegar de ella, es tan absurdo como gritar al león que se alimenta de su presa, porque la fuerza física tiene sus límites, la fortaleza mental, no. Y si no te sacude una enfermedad que te la arrebate, en tu voluntad se encuentra que esa fortaleza se erija en la principal defensa ante los achaques de la vejez. Con la llegada de la vejez debemos abandonar placeres más terrenales, que tiempo hemos tenido de disfrutarlos, y centrarnos en otros tipos de placeres que siguen estando a nuestro alcance, más sutiles, más finos, y que nunca te abandonarán mientras tu mente no lo haga. 

La mejor manera de acabar la vida es mantener la mente lúcida y todos los sentidos en plena forma, y dejar que la propia naturaleza destruya lo que ella misma creó. No hay escapatoria posible a ese epílogo a nuestra vejez; trata pues de llevar una buena vida, epítome de una buena muerte. Vivamos lo mejor posible, respiremos al ritmo de nuestro corazón, acelerado o pausado, amemos siempre que podamos, evitemos odios inútiles, disfrutemos de la amistad y los buenos placeres de la vida y evitemos dañar a otros al igual que evitemos dañarnos a nosotros mismos.

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Saludos.

Patricio Varsariah.