Si el camino que tienes ante ti aparece despejado, estás probablemente en el camino de otro.
Afrontemos: nuestra vida nunca va a arreglarse. ¡Aleluya! Es decir, la historia de nuestra vida será siempre imperfecta. Esta es la naturaleza de esta historia: siempre está incompleta, siempre está buscando una conclusión, siempre está sujeta al tiempo y al cambio.

En la película de la vida, las cosas no van siempre según el plan. Las personas no siempre te comprenden. Te escuchan mal, citan erróneamente tus palabras y se hacen una idea equivocada de ti. Se forjan sus propias opiniones sobre ti, por más diáfano que pretendas mostrarte. Tu éxito puede convertirse en fracaso. Tu riqueza puede desembocar en pobreza. Las personas a quienes amas pueden dejarte. Los problemas que llegan a solucionarse pueden llevar a nuevos problemas. 

No importa cuánto tengas, puedes tener más o perder más. La historia de «mi vida o de Tu vida» nunca va a ir bien. E incluso si va bien, sea lo que sea lo que esto signifique para ti, tú aún estarás aquí, en este momento, ahora. Este es el único lugar donde las cosas pueden «ir bien», si alguna vez lo hacen.

En realidad, las cosas ya han «ido bien», si nos situamos más allá de la historia. Puesto que en este momento, en realidad, ya no hay ningún objetivo, ninguna imagen de perfección, ninguna comparación, ningún «debería» o «no debería», y los pensamientos, sensaciones, sentimientos, sonidos y olores que aparecen en este momento son totalmente apropiados; encajan maravillosamente y perfectamente a tiempo en este momento en la película de tu vida de mi vida.

Si no hay un guion, ¿cómo podría este momento salirse del guion? Si no hay un plan, ¿cómo podría la vida no ir de acuerdo con un plan? Si no hay un camino, ¿cómo podrías salirte del camino?

Darte cuenta de que el hecho de que tu vida nunca va a arreglarse, de que incluso no puede arreglarse y de que ni tan siquiera se supone que tenga que arreglarse constituye el mayor alivio y aporta la mayor tranquilidad; te conduce profundamente dentro de la sacralidad de las cosas tal como son. La vida puede ser imperfecta, un desastre, pero es un desastre imperfecto perfectamente divino; es una obra de arte sagrada, incluso si a veces lo olvidas.

La humillación se convierte en humildad en el plazo de un latido. Todo lo que queda es caer de rodillas con gratitud por lo que nos ha sido dado y por lo que aún no nos ha sido arrebatado.

No tengo ninguna religión. No tengo ningún dios, incluidos los dioses del dinero, la ciencia y el ateísmo. No sostengo teorías fijas sobre la realidad, incluida esta. Veo el cielo y el infierno, el karma, la reencarnación y la búsqueda de la iluminación como hermosos cuentos de hadas. No tengo gurú, linaje ni maestro, y, de este modo, todo me enseña. Veo la duda y el misterio profundo como mis compañeros más confiables. No recorro ningún camino aparte del que está apareciendo directamente frente a mí. No tengo ningún otro hogar además de mi propia presencia. No creo en nada más que en lo que realmente sucede. No le encuentro sentido a la vida más allá del de vivirla sin miedo. Sé que hoy podría ser mi último día. Me siento agradecido por todo lo que se dio y por todo lo que se perdió con el tiempo.

Veo la limitación inherente del lenguaje y aun así amo jugar con él. Veo la broma implícita en el uso de las palabras yo, mí, me y mío, y aun así me deleito usándolas. Me doy cuenta de que no soy mi historia, e incluso me doy cuenta de que no es más que una historia.

Encuentro imposible decir algo sobre mí mismo, porque la experiencia está constantemente cambiando. Por el contrario, encuentro fácil hablar del yo que soy que nunca cambia. Sé que, en el nivel más profundo, soy inmensamente igual a ti. Sé que todas estas frases son pálidas imitaciones de la verdad.

No creo en nada. No tengo ninguna religión.Tan solo creo en cada respiración. Y en un asombro cada vez y por siempre más profundo.

Amor sin necesidad. este es el sentimiento más brutalmente honesto, liberador y amoroso: «Te amo. Te respeto. Adoro estar contigo y pasar tiempo contigo. Pero no te necesito para estar contento. No eres responsable de mi felicidad. Nunca te he culpado, ni te culparé, de mi desdicha. Estás libre del peso intolerable de tener que elevarte hasta mis expectativas, de tener que cambiar para satisfacer mis necesidades interminables, de tener que ser quien me completas, puesto que ya soy completo tal como soy. Te amo. Te respeto. Tal como eres».

Cuando un ser querido abandona su forma física, o aparece un diagnóstico inesperado, o una relación finaliza, o experimentamos algún tipo de pérdida o conmoción profunda, podemos vernos «bruscamente despertados» de nuestro sueño, sacudidos por esa vieja y querida amiga que es la aflicción. «Esto no estaba en el plan», nos decimos. Parece como si la vida de alguna manera se hubiese equivocado, como si el universo hubiese recibido un golpe que ha alterado su curso. Sentimos que «nuestra» vida tal vez se ha acabado y que recuperarse es imposible.

Pero ¿qué ha ocurrido en realidad, aparte de que un sueño se ha acabado? ¿Qué ha muerto en realidad, aparte de nuestros planes aparentemente sólidos para el futuro? 

Soñamos con caminar juntos hacia el ocaso, soñamos con todas las cosas que íbamos a hacer juntos, con todo lo que nos íbamos a divertir, con todo lo que íbamos a lograr. Vivimos durante tanto tiempo con esos sueños, esos planes, esas expectativas que nos olvidamos de que tan solo estábamos soñando, y tomamos los sueños por la realidad de «nuestra vida». Ahora que los sueños se han desmoronado, ¿qué queda?

Pero esas películas futuristas nunca iban a tener lugar de cualquier modo. No es que nuestros planes y sueños, que estaban a punto de hacerse realidad, resultasen frustrados por nuestra incompetencia o mala suerte, sino que nunca iban a tener lugar. ¿Por qué? Porque no tuvieron lugar. Esta es la realidad, por más ganas que tengamos de discutir con ella.

Hay una enorme diferencia entre la pérdida irreversible de algo que era «mío» y la comprensión de que lo que era «mío» nunca fue mío en absoluto. Estamos literalmente llorando sobre nuestras propias identidades, imágenes y yoes perdidos. Parece que estamos llorando por algo o alguien que está «ahí fuera», pero en realidad la muerte se encuentra mucho más cerca y es más íntima que esto.

Y la invitación de la vida es esta: permanece con esta muerte interior. Permanece en ese caos. No hagas ni un solo movimiento que te saque de la experiencia presente. Ahí puede haber oro oculto, pero nunca lo sabrás si intentas alejarte. Permanece cerca de la aflicción, del dolor universal de la pérdida, para que no se solidifique como amargura y depresión, como una creencia sobre lo terrible que es el mundo y lo cruel que es la vida, como una historia pesada sobre tu «terrible mala suerte», una historia que puedes llevar contigo durante el resto de tus días. Esto no tiene por qué ser así.

La vida no es cruel, porque la vida lo es todo. Es la pérdida de nuestros sueños la que se siente «cruel» al principio. Pero dentro de esta pérdida hay una invitación secreta: la de despertar de todos los sueños. La de ver la perfección inherente en todas las cosas, en todos los movimientos de la vida, no como una idea o creencia flácida, sino como una realidad viva. La invitación a ver que la vida nunca se equivoca, porque no hay ningún objetivo que perder, y que incluso la intensa aflicción que sentimos es un movimiento de amor, incluso si esto no parece ser así en este preciso momento.

Es porque amamos tanto la vida y nos amamos tanto entre nosotros por lo que lo sentimos todo con tanta intensidad. Y somos lo suficientemente inmensos como para contenerlo todo –la dicha y el dolor, la alegría y la aflicción, los planes y la destrucción de estos planes–. Lo que somos no se ha deshecho, y nunca se ha perdido. Tan solo nuestros sueños y esperanzas inocentes se ven aplastados.

Así pues, cada pérdida es una pequeña invitación a soltar esos sueños que no iban a realizarse de cualquier modo y a ver la vida tal como realmente es. Primero se siente como sufrimiento y depresión, pero en realidad es una especie de compasión cósmica cuyas peculiaridades la mente no tiene esperanzas de comprender.

Justo en el centro de cada experiencia de pérdida está la posibilidad de descubrir la alegría de soltar y el alivio de no tener que seguir agarrándose bien.

*Pasaje de mi libro "Extasis de la vida"

                  Patricio Varsariah.