Lo mejor de las palabras es lo que no dicen, lo que apuntan, lo que no acaban de decir. Las palabras son también presentimiento de lo no dicho, de lo que se nos escapa. De modo que un espacio de silencio puede ser insinuación de algo inefable. Y bajo lo que se dice está siempre lo que no se alcanza a decir. La palabra reposa en una ausencia, en un silencio, y apunta más allá, sugiere más, mucho más. Y el silencio viene a ser la revelación de lo que ocultan las palabras, de lo que no dicen. Por eso, de alguna manera, el reverso de las palabras es el silencio. Y hay que escuchar tanto que uno pueda percibir lo no dicho, y descubrir la presencia que se oculta tras lo dicho. 

El silencio vuelve casi transparente lo indecible, canta lo inefable. Y es que la verdad no es lo que se dice, sino lo que no acaba de decirse. En realidad, la verdad es el silencio más que las palabras. Siempre las palabras apuntan más allá de aquello a lo que suenan. A veces las palabras ocultan e insinúan, el silencio, en cambio, manifiesta. 

Cuanto más se expresa a Dios en palabras, más se oculta, más opaco se vuelve, más se ensombrece. El silencio, al que saludamos como una preciosa voz, es el que precede a la palabra, el que engendra la palabra y, a su vez, sigue a la palabra. Cuando callamos podemos hallar la otra voz, la de Dios. Lo que no canta el silencio, no lo canta ni lo expresa la palabra, pues la palabra surge a partir del silencio. La palabra sin silencio es como un pez fuera del agua, atrapada por los mil anzuelos de las interpretaciones, atormentada por las más diversas apreciaciones, por incluso lo más opuestos puntos de vista. 

Tan solo el silencio salva la palabra de los ahogos y asfixias de los pareceres. Así, el alma de la palabra no es más que el silencio, que le devuelve su sonoridad. Por eso quizá se pueda decir que en el principio era el silencio. Así, la otra voz, la otra palabra de Dios que viene de allá, de lejos, es el silencio. Se trata en realidad de un allá que está aquí, ahí mismo, en tu corazón. Y la morada íntima, callada, sosegada, se siente colmada de nostalgia de lo Absoluto, que viene a ser la plenitud más apasionante del Reino de Dios en lo profundo del hombre.

Patricio Varsariah.