La pintura es "La siesta" (La Méridienne en francés), una obra de Vincent van Gogh pintada entre diciembre de 1889 y enero de 1890

Una democracia no se pierde de un día para otro: se erosiona lentamente, cuando los ciudadanos dejan de pensar y otros deciden por ellos.

Hay momentos en la historia en los que un pueblo parece caminar con los ojos abiertos pero con la conciencia apagada. Es un sueño extraño: se vota, se opina, se protesta a medias… pero sin verdadera lucidez. Y en ese estado de adormecimiento cívico, los poderosos respiran tranquilos, porque saben que un pueblo dormido es fácil de dividir, fácil de manipular y fácil de conducir hacia rutas que ya han demostrado su tragedia.

Colombia se encuentra hoy en ese umbral delicado: entre la comodidad de la indiferencia y la necesidad urgente de despertar. No es un despertar violento, ni dogmático, ni partidista, sino un acto de responsabilidad moral y ciudadana.

Es un despertar moral, ciudadano e informado, para evitar repetir caminos (como Venezuela, Cuba, Nicaragua, Argentina, etc..) que otros países ya recorrieron hacia su propio abismo.

Cuando el pueblo despierta, los poderosos tiemblan. Cuando el pueblo piensa, la historia cambia. Cuando el pueblo actúa, el futuro se salva.

Hay una pregunta que arde, incómoda y urgente: ¿Por qué los pueblos siguen entregando su destino a quienes una y otra vez los traicionan?

No es casualidad. No es mala suerte. No es ignorancia. Es algo mucho más grave: desgano, resignación y una peligrosa costumbre de mirar hacia otro lado.

Hemos normalizado que la política sea un negocio. Hemos aceptado que la corrupción es “parte del juego”. Hemos permitido que una casta —sí, una casta— gobierne para sus financistas y no para la gente.

Y cada elección, como un ritual del autoengaño, volvemos a poner la misma llave en la misma puerta esperando que esta vez se abra hacia algo distinto.

Pero no. La puerta no cambia si quien la abre es siempre el mismo.

El problema no es solo “ellos”: es nuestro silencio. La casta política se mantiene porque una parte del pueblo ha dejado de interesarse, de pensar, de debatir, de informarse. El “qué me importa” se ha convertido en un virus social: contagioso, cómodo, anestesiante.

Mientras tanto, los que manejan el poder sí están atentos, sí participan, sí financian, sí presionan.
Y los ciudadanos comunes, se conforman con titulares, memes, indignaciones de 30 segundos y un voto cada cuatro años, renunciando sin notarlo a vuestro deber de pensar y participar con conciencia.

¿Así pretendemos cambiar algo?

Los verdugos políticos no se sostienen porque sean fuertes, sino porque el ciudadano común se ha vuelto débil en su compromiso cívico. Porque dejamos que la televisión, las redes y la propaganda piensen por nosotros. Porque preferimos la comodidad del escepticismo a la incomodidad de la responsabilidad.

Este es el mensaje que muchos necesitan escuchar:
No esperes que la política cambie si tú no cambias tu actitud ante ella.
No habrá salvadores.
No habrá milagros.
No habrá “mesías democráticos”.

Lo que sí puede haber —y urge que lo haya— es un pueblo despierto, incómodo, exigente, informado y consciente de su poder. Porque cuando el pueblo despierta, cuando el pueblo piensa, cuando el pueblo se informa… los verdugos pierden su trono.

Reflexión final:
No dejemos que la televisión, las redes ni la propaganda piensen por nosotros. Renunciar al pensamiento propio no es neutralidad: es abandono de la responsabilidad ciudadana. Cuando no buscamos información objetiva —por poca que exista— dejamos de ser ciudadanos y nos convertimos en masa; somos gobernados sin ser verdaderamente representados; votamos por verdugos creyendo elegir líderes. El despertar cívico no ocurre por magia, ni por slogans, ni por promesas emotivas. Ocurre cuando cada persona asume su deber moral de informarse, contrastar fuentes, cuestionar discursos y hacerse dueña de su propio criterio.

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¡Gracias por leer!

Patricio Varsariah.