Creo que a todos nos ha pasado en el tiempo que personas cercanas han enfermado de gravedad o han muerto. Observó que después de vivir un tiempo, la vida nos pasa factura, las aficiones dejan secuelas y la realidad nos confronta. Algunos se empeñan en hacer un culto al cuerpo y otros lo maltratan. Es bueno honrar el cuerpo como vehículo de nuestra alma, respetar sus necesidades y ser responsables de nuestra salud y bienestar en un sentido amplio. Ahora bien, ciertamente una enfermedad puede ser el punto de partida para una profunda transformación a nivel físico, emocional, relacional y espiritual.

Hay personas que viven en una perpetua huida hacia delante, creyéndose indestructibles, dejando cargas económicas y viviendo al límite. Vivir una vida de riesgos tiene un precio, antes o después se pone delante. Los hay adictos al trabajo y al triunfo social, dependientes de la mirada y el reconocimiento externo, quienes solo paran cuando no pueden dar un paso más. Los hay que viven aislados, prescindiendo del mundo, encerrados en su torre de marfil, y mueren como viven, solos. Algunos se apegan al dolor y no son capaces de disfrutar cuando la vida les ofrece el lado dulce, mientras que otros se esfuerzan por evitar el dolor conformándose con la mitad (agradable) de la existencia.

No son pocos los que se tapan los ojos y miran hacia otro lado ante los indicios y síntomas de que algo no va bien. Pensar que ciertos hechos van a desaparecer espontáneamente es una falacia. El autoengaño no hace que las cosas dejen de existir o sean diferentes. Al final la vida nos enfrenta, nos acorrala, nos pone contra las cuerdas. Antes o después hay que afrontar, tomar conciencia, poner luz a la existencia.

En efecto, el dolor y los desafíos personales, los nudos relacionales, las contradicciones internas se afrontan… o se posponen y se cargan. La vida produce remanentes, las relaciones generan residuos. Mirar para otro lado, esconder la cabeza como el avestruz, ocultar los desechos bajo la alfombra son actitudes infantiles e ingenuas. La inconsciencia tiene un precio elevado, genera sufrimiento. Es necesario hacer espacio al dolor, a lo que sucede, a lo que ES. Mirarlo de frente. La toma de conciencia genera salud, nos regenera y vivifica. Nos conviene ver y afrontar sin negar, obviar o arrinconar las emociones y los conflictos internos. A partir de la mitad de la vida la factura se va engrosando, los excesos y privaciones a nivel físico, emocional o relacional, la exposición a conductas de riesgo y el olvido de sí tienen consecuencias. Es fundamental llevar una vida equilibrada en todos los ámbitos y sentidos.

La vida se empeña en transformarnos. Nos despierta, lastima, zarandea, estruja. Nos atraviesa para que integremos en nuestras células las polaridades que la conforman: luz y oscuridad, masculino y femenino, placer y dolor, alegría y tristeza. Para que tomemos conciencia de lo verdaderamente esencial en la vida: el amor. La resistencia a la vida, al amor y al dolor genera malestar, enfermedad y sufrimiento. ¿Cómo afrontamos la parte escabrosa y amarga de la existencia? ¿Qué hacemos con el dolor? ¿Cómo llenamos el vacío existencial?

Llegamos al mundo siendo esencia, luz y amor. Nos construimos una coraza defensiva, un carácter o personalidad para sobrevivir, por miedo al vacío, a lo desconocido. Con el  tiempo, el carácter toma el mando y nos precipita hacia el destino. La parte oscura, lo inconsciente toma las riendas y ahoga nuestra esencia; terminamos viviendo poseídos por la coraza, las manías y la neura. Algunos tragan y se protegen acumulando sobrepeso, otros se anulan en la relación y soportan lo insoportable; hay personas acusadoras y rígidas, y otras que lo permiten, se culpabilizan y cargan. Si miramos a nuestro alrededor, ¿a cuántas personas conocemos que llegado un momento manifiestan los excesos, las inercias y el deterioro a nivel físico y emocional?

Cada personalidad tiene su motivación principal, sus inercias y una pasión que le gobierna, lo que explica que se repitan las vivencias y experiencias, las tendencias inconscientes que a veces pudieran parecer “mala suerte”. Nos identificamos con la máscara, con eso que no somos y nos perdemos, no nos vemos ni nos dejamos ver. Nos creamos un personaje con un sistema de defensas -la propia neurosis-, ante el miedo ontológico y la angustia existencial, no nos conocemos, nos suponemos. Para salir de la cárcel del ego hay que desenmascararse. Preguntarse ¿Quién soy? .

 La gente podrá hacer cualquier cosa, no importa cuán absurda, con el fin evitar enfrentar a su propia alma.

Hoy crece el número de personas que se quieren conocer, sin embargo, muchos prefieren vivir una existencia distraída. Distraerse es olvido de sí, ignorancia de uno mismo, evitar la realidad por miedo, engañarse. Cabe preguntarse: ¿Con qué me evado, me alejo de mí y de mis necesidades? ¿Cómo dejo de habitarme y me convierto en un disfraz, una caricatura de mí mismo? ¿De qué maneras me engaño y me ignoro? ¿Qué hago para distraerme: trabajar demasiado, ver televisión, tabaco, drogas, cirugía estética, pasatiempos varios, comer, estar en el bar, internet, relaciones tóxicas…?

Hoy tenemos a nuestro alcance muchas alternativas para tomar conciencia, ver, verse: hacer terapia individual y terapia de grupo, asistir talleres de autoconocimiento, hacer rituales, llevar un diario, meditar… para evitar caer en los patrones neuróticos, el autoengaño y el punto ciego de cada carácter. Necesitamos un trabajo de individuación, de sanación y toma de conciencia para liberarnos de nuestros condicionamientos caracteriales, familiares y sociales, incluidos los de los ancestros.

Tanto nuestra alma como nuestro cuerpo se componen de elementos que todos estuvieron ya presentes en la serie de antepasados. Hasta que lo inconsciente se haga consciente, el subconsciente seguirá dirigiendo tu vida y tú le llamarás destino. 

En la veintena y treintena se experimenta y se arriesga al sentirse invulnerable. A los cuarenta se toma conciencia de que la vida pasa y uno se pregunta qué es lo que quiere hacer que aún no ha hecho. La crisis de los 40 es una oportunidad para transformar la vida y vivirla de una manera más consciente y auténtica. Si no se aprovechó, a los 50 vuelve a haber otra oportunidad para hacer cambios y atreverse a elegir el camino no transitado, soltar los apegos y los miedos, afrontar justamente aquello que se estuvo evitando. Pero no hay más ciego que el que no quiere ver. Lo que niegas te somete, lo que aceptas te transforma. Por fin, cuando no se tuvo el coraje de arriesgarse, a partir de los 60 la pregunta es más bien: ¿qué he hecho con mi vida? Entonces, como un autómata sonámbulo ya voy dirigido hacia mi destino, soy presa conducida por mi carácter. Cierto es que hay también acontecimientos sorpresivos y fortuitos que trascienden nuestro entendimiento, destinos que se ven unidos incomprensiblemente al de otros, y también hay milagros. Todo nos condiciona y configura.

Hay personas que necesitan abrirse al mundo mientras que otras necesitan dejar de huir y conectar consigo mismas. Los rígidos perfeccionistas necesitan relajarse y disfrutar, a riesgo de que su corazón se vuelva de piedra. Los rencorosos resentidos ven peligrar la salud de su hígado mientras no amen y perdonen. Los miedosos necesitan conectar con lo salvaje e instintivo y atreverse a vivir desde el coraje de su corazón. El perezoso postergador, un año de egoísmo y tomar plena conciencia de sí. Los que van de sobrados, dadores generosos, precisan mirar hacia dentro. Los gulosos y seductores compulsivos, un año de abstinencia. Los hay que necesitan desapegarse del sufrimiento, mientras que otros precisan entrar en el dolor. Todos necesitamos conectar con la inocencia y la espontaneidad, sabernos merecedores de lo bueno, dejar de depender de la mirada del otro. A saber: los que necesitan que se les vea tiene que verse a sí mismos.

Todos necesitamos reequilibrarnos: los caracteres emocionales necesitan ponderación, compensar con lo racional; los mentales más tierra, realidad e instinto; los viscerales sentir, empatizar, ver al otro. Lo que nos sana a todos es la plena atención a los propios mecanismos condicionantes, trabajar el autoengaño con la toma de conciencia, meditar.

Algunas personas no maduran, pasan de estar verdes a pocharse directamente. Estar sano, madurar bien es tener un ego liviano y flexible, y un corazón tierno y dulce. Estar conectado consigo mismo, viéndose y viendo al otro, expuesto al amor y abierto a la vida. El autoconocimiento es transformador. Para ello, es preciso involucrar al testigo interno, mantener la presencia momento a momento, y así la zona libre de juicios y condicionamientos irá ganando terreno. 

Poner la personalidad al servicio de la esencia, alinear el carácter con el Espíritu, dejarle las riendas. Cuidar la relación con uno mismo, atender el jardín interior, limpiarlo, nutrir la tierra, arrancar las malas hierbas, regalarse tiempo. El adquirir el compromiso de darse cuenta proporciona una notable libertad. Siendo así, de seguro conseguiremos ir puliendo el genuino diamante que todos y cada uno somos, crear una vida singular y hacer de nuestra existencia una preciosa obra de arte.

Un saludo desde el corazón.