En estas noches de otoño cuando las estrellas se encaprichan en cubrir todo el firmamento parpadeando sus historias, sus testimonios de mundos que ya dejaron de existir hace miles de años, me pregunto si la vida es buena. Por más vueltas que le doy a la pregunta no acierto a responderme con satisfacción. Somos parte del universo y como todas esas luces que pestañean en sus trayectorias es natural que dudemos de nuestra propia excelencia. 

¿Cómo se puede opinar si la vida es buena o no? 

Sobre todo si la respuesta que buscamos no es tan convincente como para debatir el tema de que somos elementos en procesos transitorios y que en realidad es la vida la que nos machaca constantemente, la que nos hace y nos deshace. Podemos estar de acuerdo en la proposición de que según pasa el tiempo nos acercamos a un veredicto final; como en toda trayectoria, vamos evolucionando para mejor o para peor. Pero cuando ya estamos próximos a ese desenlace final del que hablo, la percepción de lo que somos no es nuestra porque dentro de las limitaciones del entorno, son otros los que nos catalogan por el cúmulo de nuestras acciones. 

Así se catalizan todas esas conjeturas que nos zurcen a las etiquetas que llevamos. Terminamos circulando por la vida rotulados por las opiniones y la cambiante sensibilidad de aquellos que nos confrontan y también para esos que conviven en nuestro espacio; para esos, a veces somos buenos y otras no tan buenos. Naturalmente, esto nada tiene que ver, ni concuerda con lo que opinamos de nosotros mismos. Pero me he apartado de la pregunta original: ¿La vida, es buena o es mala?

Me pregunto si nuestro potencial cognitivo fuese un componente genético ya desarrollado cuando navegábamos en los fluidos consanguíneos ancestrales ¿elegiríamos venir al mundo a pesar de tener conocimiento de lo que nos esperaba? ¿Importaría entonces que la vida fuese buena o mala?

he dicho...