Como en todas las madrugadas que me despierto y no puedo seguir durmiendo, hoy me acorde de un cuento que lo leí en alguna parte y que me ayuda a hilvanar ideas y reflexiones que luego los traspaso a mis escritos y puedo compartirlo con todos Ustedes. 

Se cuenta que un mercader agotado y sediento tras un largo viaje, llegó a un mercado de la India. Al pasear entre sus puestos, quedó fascinado al ver en uno de ellos unos frutos rojos que parecían ser muy frescos y jugosos. Tan bueno era su aspecto que decidió comprar varios kilos. Sin más tiempo que perder, buscó una sombra donde empezar a devorarlos. Nada más dio el primer bocado, el Mercader comenzó a sudar y a ponerse colorado. Casi echaba fuego por la boca y, a pesar de ello, no dejaba de comerlos. Al verle en ese estado, un transeúnte no puedo evitar preguntarle:

– Pero, ¿qué haces comiendo tantos pimientos picantes con este calor tan terrible?

– No estoy comiendo pimientos – respondió el mercader –, me estoy comiendo mi inversión.

El sentido de seguir comiendo pimientos picantes cuando por dentro estás muriendo es el mismo sentido que el de seguir al lado de una persona con quien hace tiempo no eres feliz.

De una manera u otra, toda historia de amor es el resultado de la puntualidad entre dos personas que, fruto de una elección o una casualidad, coinciden a una misma hora en un mismo lugar. (Un mínimo retraso, así como una pequeña confusión en las coordenadas, es suficiente para cambiar el destino y desarrollo de dos vidas que, en las circunstancias adecuadas, podrían haberse encontrado). La puntualidad, no obstante, no es solo determinante para el momento de encuentro, sino también para el momento de partida: tan importante como saber cuándo llegar, es saber cuándo marcharse.“La puntualidad no es solo llegar a la hora, es también marcharse a tiempo”.

Por más razones a las que busquemos agarrarnos, todos, en lo más profundo de nuestro corazón, sabemos cuándo una relación ha llegado a su fin. No es necesario pronunciar un “se acabó” para reconocer que un amor ha dejado de latir y no va a resucitar. Cuando esto ocurre, de poco sirve aferrarse al recuerdo de haber compartido felizmente uno, cinco o veinte años juntos, o a la nobleza de haber orientado todos los cañones a la conquista y defensa de una relación. Si donde estás ya no ilumina tu rostro, no te hace vibrar y no inunda tu futuro de ilusión, la solución es solo una: debes buscar en otra parte.

Con frecuencia, convertimos las decisiones de nuestro pasado en unas cadenas demasiado rígidas para nuestro presente, y olvidamos que ningún momento es inapropiado para cambiar de rumbo. Siempre es difícil dar por cerrada una partida y decir “hoy me voy a casa con los bolsillos vacíos cuando los traje llenos”, sin embargo, es mucho más productivo  que negarse ante la evidencia de que lo que fue ya no es y nunca será.

La vida es cambio continuo y es nuestra misión cambiar con la vida. No hay nada indigno en reconocer que lo que ayer consideramos una buena opción hoy ha dejado de serlo, todo lo contrario. La valentía, muchas veces vestida de compromiso y perseverancia, en ocasiones debe ponerse el traje de rendición. Si vuestro amor – aunque sea convaleciente – aún está vivo, lucha; pero si, por el contrario, está muerto y ya no late, cierra, vete. Vale más un salto a tiempo que romperte con la ola.

La rendición es un valor elevado cuando viene precedido de entrega y lucha. Si tras haber peleado con todas tus fuerzas, haber explorado los límites de lo posible y haber puesto en juego tu parte más segura algo no puede llevarse a cabo, el único defecto que puede manifestarse no se llama “rendición”, se llama “cabezonería”.

Una cosa es cerrar una puerta esperando que otras se abran y otra bien distinta es irse dando un portazo que rompa todas las ventanas. En un principio, utilizar el enfado o la rabia, puede ser útil para dar el paso convencidos, pero a la larga el enfado se pasa y lo que queda es una historia que no solo has manchado, sino que, además, no deja de ser la tuya. Ser capaces de soltar sin los reproches habituales fruto de la frustración no es quizás lo más apetitoso en un momento de ruptura, pero sí lo más honesto y respetuoso con quien en otro tiempo fue compañero de felicidad. No hace falta convertir una separación en drama, basta con estar en lo malo a la misma altura que en lo bueno. Si te vas, vete bien.

Cuando perdemos la felicidad, nuestro primer impulso es buscarla en el lugar donde la perdimos, creyendo que si no está ahí, no se encuentra en ninguna otra parte. Sin embargo, esto constituye un profundo error: Si la perdiste ahí, no insistas, ahí no está. Enfrentarse a una separación no es exactamente un desamor, sino una oportunidad para reorientar el amor hacia otra dimensión superior: el amor a uno mismo. El amor propio se hace fuerte cuando, tras un dolor, somos capaces de reinventarnos. O, lo que es lo mismo, nuestra capacidad de valorarnos se pone a prueba cuando vivimos el fin de una relación como medio para nuevos principios.Si tu historia anterior, aunque fuera en un destello, fue mágica, es porque dentro de ti reside todo lo necesario para hacer magia una y otra vez. Solo hay que buscar nuevos escenarios donde volver a crearla.

Finalmente, la vida no siempre son trenes a los que hay que subir, a veces son estaciones en las que hay que bajar. Por muy hermoso que haya sido el viaje, casi siempre llega el momento en el que se abren las puertas y toca mirar a ese presente ya con ojos de pasado y decirle: “este no es mi viaje, es el tuyo”.
Si te ha llegado este momento, llénate de valor y coge las maletas. Es la hora de partir. ¿A dónde? Eso solo el tiempo lo dirá.

Un beso muy fuerte y que la vida les sonría.

Patricio Varsariah.