En esta mañana de un hermoso día de otoño "pensando en mis pensamientos" he llegado a una reflexión de que me hubiera gustado que alguien me dijera que en algún momento sentiría una tristeza que me partiría en dos, una ira que me provocaría estallidos, un odio que me oscurecería el corazón o un miedo que atenazaría todos los músculos de mi cuerpo. Pero me contaron que esas eran emociones prohibidas, que estaba feo sentirlas, que una persona “buena” no podía vivirlas.

Y, así, pasó que cuando sentí tristeza pensé que debía borrarla, cuando sentí ira me avergoncé de mí mismo, cuando sentí odio hubiera querido morirme y cuando sentí miedo me quedé paralizado. Y oculté todas las emociones oscuras para que no dejaran de quererme –para no dejar de quererme-, para hacer creer al mundo que no eran propias de mí, engañándome –evidentemente- solo a mí mismo.

Hasta que un día comprendí que la ira, el odio, el miedo o la tristeza formaban parte de mí y que era necesario conocerlas y vivirlas porque también tenían mucho que enseñarme. Pero, ¿cómo vivirlas sin dejarme atrapar por ellas? 

En mi caso, lo primero fue reconocerlas. Y eso -tengo que confesarlo- fue un shock. Yo, “tan bueno”(?), resultaba que sentía odio en lo más profundo de mi ser. Lo segundo fue no juzgarlas, ni juzgarme. Simplemente decir, ok, aquí está el odio, por que esto de ser humanos es como una casa de invitados donde cada mañana una nueva llegada, una alegría, una depresión, una maldad, un darse cuenta momentáneo que aparece como un inesperado visitante y hay que darles la bienvenida y entretenlos a todos, aunque sean una multitud de penas, que barren con violencia el piso de mi casa, vacían mis muebles, así y todo, hay que tratarles a cada invitado con honorabilidad, por que te puede estar limpiando para alguna nueva delicia. Al pensamiento oscuro, la vergüenza, la malicia, hay que encontrarlos en la puerta riendo, e invitarles a entrar, por que hay que ser agradecido con el que venga, porque cada uno ha sido enviado como un guía. 

Y después de pararme, reconocer, no juzgar y comprender, me di cuenta de que la emoción se desvanecía –se iba igual que había venido- y de que me invadía una paz nueva. Una paz hecha de comprensión, compasión y empatía. Por mí mismo y por los otros.

Pensamos que debemos ser perfectos y creemos que la perfección supone estar exentos de oscuridad. Así, nos olvidamos de que somos humanos y de que, justamente por eso, tendremos momentos de luz y de sombra, pero solamente (re-)conociendo ambos aspectos de nuestra personalidad, tendremos la posibilidad de elegir, llegado el momento, hacia dónde queremos caminar. Ya que, en realidad, nuestro verdadero Ser está más allá –mucho más allá- de luces y de sombras.